¡LEJAIM!
¡Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, como te deslizas, edad mía!
[...]¡Oh condición mortal! ¡Oh dura suerte!
¡Que no puedo vivir mañana
sin la pensión de procurar mi muerte!
Francisco de Quevedo
Según Quino, el padre de Mafalda (esa chiquilla sobresalida que todos conocemos o al menos deberíamos conocer), “la forma en que la vida fluye está mal. Debería ser al revés. Uno debería morir primero para salir de eso de una vez. Luego vivir en un asilo de ancianos hasta que te saquen cuando ya no eres tan viejo para estar ahí. Entonces empiezas a trabajar. Trabajar por cuarenta años hasta que eres lo suficientemente joven para disfrutar de tu jubilación. Luego fiestas, parrandas, alcohol. Diversión, amantes, novios, novias, todo; hasta que estás listo para entrar a la secundaria. Después vas a la primaria y eres un niño que se la pasa jugando sin responsabilidades de ningún tipo hasta que con el tiempo te conviertes en un bebé y vas de nuevo al vientre materno, donde flotando en un liquido tibio y amable, pasas los mejores y últimos nueve meses, hasta que tu vida se apaga en un tremendo orgasmo. ¡Eso sí es vida!”.
Entre tantas formas en que imaginamos la muerte, la que Quino nos ofrece nos está del todo mal, especialmente en aquello de que la vida fluye al revés. Tan enrevesada es, que nos impone tomar decisiones como elegir oficio, compañero de vida, asumir o no la paternidad, y todo eso en plana juventud, cuando aún no estamos ni lejanamente preparados para tomar decisiones tan trascendentes. Luego habremos de hipotecar muchos años en un trabajo que nos permita sustentarnos, pagar la casa, la educación de los hijos, el auto nuevo. Finalmente nos jubilamos, y con una experiencia adquirida que ya no nos sirve para nada, emprendemos resignados la recta final hacia la tumba. Lo que hemos visto y lo que hemos leído, lo que rememoramos y lo que imaginamos se confundirán en una niebla definitiva, el irás y no volverás de los cuentos de horror. Todo se perderá como las lágrimas en la lluvia.
Aunque reconozco que la existencia es la única cosa a la que no he podido acostumbrarme, que ni siquiera me caigo bien, que cada día desconfío más de mí, y que mis años no han sido una ronda de tarta y champán; aun así le apuesto a la vida y la asumo sin dudarlo, con sus torrentes de lágrimas, la ternura, la incertidumbre, la música, la risa y los breves pero luminosos momentos que el amor que nos ofrece.
La muerte, en cambio, me coloca emocionalmente frente a un precipicio porque me obliga a preguntarme a dónde irá lo poco que con tanto esfuerzo he aprendido. A dónde la cajita de plata donde mojados en lágrimas, guardo unos rizos de seda. ¿A dónde el volumen de cantos dorados con el himno gigante y extraño que anuncia en la noche del alma una aurora, obsequio de un príncipe que al besarme se convirtió en sapo…
Me desconsuela pensar que sin dueño ni destino, empolvados y obsoletos, mis amados libros pasen la humillación de ser vendidos por kilo como cualquier vulgar periódico de ayer; pero sobre todo, me afrenta el tiempo que he perdido en quejarme.
“Lejaim” es el brindis con que mi Querubín convocaba la vida, que es lo único que podemos anteponer a la muerte. Asumirla como un milagro que se renueva cada mañana y acomodarnos con imaginación al breve relámpago de luz que se nos concede entre dos eternidades.
Y para terminar, a usted, pacientísimo lector que ha seguido hasta aquí mis divagaciones, me parece oportuno recordarle que para morirse uno, lo único que hace falta es estar vivo. Y nada de 'jalogüín', por favor. Pongamos pues el altarcito, los manteles de papel picado, ofrezcamos un trago a nuestros difuntos y desde ese prodigio que es estar vivo, celebremos a los muertos en su día. Alguien me habló todos los días de mi vida / al oído, despacio, lentamente. Me dijo: ¡Vive, vive, vive! / Era la muerte, Así lo dejó dicho Jaime Sabines.
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