La sempiterna duda en torno a si la transición política mexicana había concluido y sólo restaba consolidar la democracia ha sido finalmente esclarecida: el país vive "la anormalidad democrática", en el marco de una profunda desigualdad social con tintes violentos que amenaza la estabilidad.
Durante los quince años que, en breve, cumple la alternancia, los principales partidos se esmeraron en demoler aquel horizonte, reclamado e impulsado por la ciudadanía. Lejos de emprender la reforma del régimen, el priismo, el perredismo y destacadamente el panismo restringieron la participación al nivel cupular, reconcentrando el monopolio de la política en sus dirigencias y encareciendo la democracia.
Si nunca se fijó la fecha de inicio de la transición -el movimiento del '68, la reforma política del '77, el fraude electoral del '88, la crisis del '94 o la alternancia de 2000-, hoy está claro que la actual campaña marca el agotamiento de aquel esfuerzo y depara un porvenir incierto, aunque haya quienes crean en la restauración del viejo régimen.
Los saldos del concurso electoral no son producto de la competencia, sino de la incompetencia política.
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En estos días no asombra que grupos radicales de casimir o mezclilla pretendan descarrilar el proceso electoral. Sí que quienes debieran asegurarlo y garantizarlo -candidatos y partidos, así como autoridades electorales y gubernamentales- le hayan quitado los rieles, sobajándolo a una lucha eliminatoria y, en esa medida, alentando la barbarie y no la civilidad. La frontera entre crimen y política se adelgazó.
Sin espantarse ante la dosis de espectáculo inherente a la política, esta vez los actores principales rebasaron el límite. Reiteraron hasta la saciedad la ambición del poder sin establecer su sentido y, entonces, dieron por espectáculo el de una lucha descarnada de relevos.
En un absurdo, hoy la política no es un recurso para resolver las diferencias a través de medios pacíficos y civilizados... es la extensión de la violencia.
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Desde el diseño de la reforma política-electoral, apadrinada por el panismo y el priismo y atada a la reforma petrolera, se advirtió que además de mal hecha sólo respondía al interés exclusivo de los partidos y no de la ciudadanía o de la nación. De nuevo, se interesaba por el reparto, no por el sentido del poder. El resultado del mazacote legislativo en que derivó cifró el fracaso que, hoy, es evidencia.
El afán de fortalecer a la autoridad electoral a través de un nuevo organismo concluyó en lo contrario: debilitó a la autoridad y vulneró lo que de bueno tenía el anterior instituto. La intención de reducir el costo de la democracia se transformó en su elevación. El deseo de equilibrar el acceso a los medios electrónicos hizo de la burla de la ley, una inversión. La idea de acortar la duración de las campañas a fin de alargar el periodo de certidumbre política colapsó la operación electoral de candidatos y partidos, llevándolos a reponer vicios que parecían superados. La homologación del calendario electoral hizo jugar en una sola partida plazas y posiciones de cara a la sucesión presidencial 2018.
Da risa la crítica de candidatos y partidos a la sobrerregulación del proceso electoral, siendo que ellos diseñaron y aprobaron su reglamentación. Con qué cara.
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El desfiguramiento de la política y de los concursos electorales retrae al escenario viejas y nuevas prácticas con más vicios que virtudes.
La intervención de los gobiernos -en sus distintas escalas- en el proceso electoral se repuso sin el menor pudor. Ejemplos sobran, pero el caso de los gobiernos del Distrito Federal y las delegaciones descuellan sobre el resto sin dejar en claro si Héctor Serrano protegió o empinó a su jefe, el prematuro precandidato presidencial Miguel Ángel Mancera. De tal magnitud la intervención que, incluso, con o sin cargo público, hasta los papás de gobernadores como Aristóteles Sandoval o Rodrigo Medina metieron la mano donde pudieron. ¡Gobernadores, traigan a sus papás!
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El canibalismo al interior de los partidos se llevó al exterior, a la arena electoral. Diciendo apoyarlas, los capitostes de los partidos se colgaron de la campaña de los candidatos para poner en juego sus propios intereses. César Camacho contra Manlio Fabio Beltrones con ánimo de neutralizarlo o eliminarlo. En su esquizofrenia política, Felipe Calderón contra Gustavo Madero, contra Ricardo Anaya e, incluso, contra su esposa Margarita Zavala y contra su hermana Luisa María. Jesús Ortega y compañía contra todo aquel que desde dentro o desde fuera pretenda disputarles los restos de su naufragio o reducirles las prerrogativas o los negocios políticos y, en ese esquema, a más de un José Luis Abarca impulsaron. La mezquindad se elevó a rango de principio político.
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La política de cañerías cifrada en el espionaje político, el golpe bajo, la compra o la coacción o el canje de votos, o incluso el uso de la cachiporra, cuando no de las armas, se encumbró. Víctima de esa política, hasta el presidente del Instituto Nacional Electoral que junto a los consejeros se vieron rebasados y avasallados justo por quienes los colocaron en esa posición.
En la estrechez de miras, la clase dirigente celebra el ensalzamiento de esa práctica de plomeros como si se tratara de simples travesuras, pero desde la perspectiva del Estado de derecho asombra que no adviertan cómo serruchan el piso donde están parados.
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A la denigración del debate político sólo escapó un tema que, por lo demás, impulsó la ciudadanía y que resulta absurdo: votar o anular.
Ese fue el único debate serio durante la campaña, mientras las autoridades electorales y los partidos hicieron del spot el más efectivo argumento y evadieron discutir el eje del malestar que sofoca al país: impunidad y corrupción. En el pacto de complicidad no escrito, rige entre ellos el silencio.
Esto es lo que la campaña 2015 se llevó o son, si se quiere, sus primeros saldos... falta por ver los finales, pero ya se puede decir que la transición no concluyó, fracasó.
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