La furia del cielo se había desatado en aquel apartado lugar situado en una cordillera donde la naturaleza caprichosa había creado túmulos funerarios, cual si ahí hubieran vivido las antiguas tribus que fundaron Stonehenge para celebrar, en sencilla ceremonia religiosa, los misterios de la transmigración de las almas en una humanidad que apenas despertaba. Rayos y centellas danzaban frenéticamente, arriba y abajo, cayendo su luminosidad sobre el tétrico paraje llenándolo de luces y sombras. La lluvia azotaba la tierra cabalgando en fuertes ráfagas de aire que amenazaban con destruir el frágil refugio del caminante. Una tarántula con vello en su cuerpo avanzaba perezosa, el agua y el viento la importunaron en su habitual guarida, para ir a refugiarse entre el piso de mi tienda de campaña y la pesada lona sobre la que descansaba ésta. Los murciélagos con sus espectaculares cabriolas desde antes de que se desatara la tormenta habían salido en busca de sustento constituido por pequeños insectos a los que cazaban en pleno vuelo.
Eran sus compañeros en aquel oscuro rincón del mundo. A lo lejos mirando por una rendija, a la luz de un relámpago, se delineaba fantasmal la cresta de la sierra. Desde hacía un buen rato que los gruesos troncos habían dejado de arder, en una fogata donde calentó unas ricas gorditas de maíz. -qué sabrosa sabe la comida en el campo-. Tuvo conciencia de su soledad cuando fugazmente se iluminó su estrecha estancia y de pronto sintió que viajaba en una pequeña nave por los espacios de la vida, yendo al garete sin rumbo fijo, dejándose llevar por una loca fantasía; sentado contuvo la respiración cruzando los brazos por encima de sus pantorrillas y pegando la cabeza sobre las rodillas se apretó sobre sí mismo, regresando sin proponérselo a una posición fetal; con sus ojos cerrados y el estruendo a su alrededor nada era ya de su incumbencia, ser o no ser, volverse uno con el universo, vida o muerte. Nada importaba.
Los ladridos de unos perros al amainar el vendaval, lo sacaron de su concentración volviendo penosamente a la realidad. Y fue entonces que lo vio todo. Era un pequeño rancho, apenas un hórreo y un aprisco, no muy lejos de donde levantara su campamento, dos perros ladraban furiosamente a un intruso que los miraba esbozando una sonrisa; era un coyote de escuálida figura que se había aproximado hasta donde se hallaba la majada que no ocultaba su intención de aprovechando un posible descuido de los canes, apoderarse de alguna gallina. Con la lengua colgando de su hocico los miraba complacido mientras los perros guardianes le enseñaban los colmillos gruñendo fieramente. ¿Qué pasa primos? -les dijo- vean qué flaco estoy, ¿no les apena verme con hambre?, ¿qué le cuidan a esos señores que les dan las puras sobras?, ¿no se dan cuenta que los están explotando?, ¿han pensado qué será de ustedes cuando estén viejos y ya no le sirvan a sus amos?, no sean malos, déjenme coger mi presa y hagan como que no me han visto.
Los perros, uno de pelaje azafranado y el otro a azabache cesaron en su agresividad y después de verse entre sí, contestó uno de ellos: los amos cuidan de nosotros, nos dan cobijo, nos alimentan, cuando están de buenas nos pasan la mano por el lomo, cierto que a veces nos pegan, que la comida es escasa, que nos dejan en descampado sujetos a la furia de los elementos, pero así nacimos y no sabemos hacer otra cosa. El coyote les miraba con ojos traviesos. Le tienen miedo a la libertad -les dijo- tienen pavor de perder un sustento miserable, sacúdanse esa dejadez que les tiene tullido el cerebro, lancen fuera de ustedes lo que de domesticados tienen, ustedes pertenecen a mi mundo, el mundo salvaje de la floresta donde cada cual es libre de ir a donde quiera.
Las voces, los aullidos o lo que haya sido cedieron ante los ruidos de la tormenta, la que repentinamente arreció. Se fue arrullando en la monotonía del golpeteo de la lluvia. Hasta que sus párpados, vencido por el sueño, se cerraron.