Columnas Social columnas editoriales SOCIALES

MÁS ALLÁ DE LAS PALABRAS

LA PAZ DEL ESPÍRITU

Columna póstuma de Jacobo Zarzar Gidi

Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis.

(San Juan 15,7)

Posiblemente lo más difícil de alcanzar es la paz del espíritu. Nuestro Señor Jesucristo, en repetidas ocasiones ofreció a sus discípulos la paz como el don más preciado que pudieran ellos tener. "La paz sea con ustedes", les dijo una y otra vez, a sabiendas de que ni siquiera todo el oro del mundo podría darles esa tranquilidad de las aguas serenas y cristalinas que tiene la verdadera paz.

Hay personas que dan con sus palabras y sus actos, una valiosa paz. En cambio hay otras que nos inquietan con tan sólo mirarlas, que nos perturban, que nos alteran, que no quisiéramos cruzarnos en su camino. Hay sitios que son para nosotros un recinto de paz, que nos atraen porque permiten reflexionar, orar y meditar, así como también existen otros que enloquecen nuestro espíritu y nos envuelven en un torbellino de inconformidad sin límite.

Son poseedores de la paz, aquellas personas que mantienen un equilibrio entre lo que poseen y lo que desean tener, porque dejarse llevar por la ambición puede llegar a trastornar nuestro espíritu. Los bienes económicos deben de tomarse como un medio para servir a Dios y a los demás, y no como un fin único en la vida. Los talentos recibidos son para desarrollarlos en busca del bien común y por amor a Dios, y no únicamente como una manera de sentirse superior para humillar a los demás.

La envidia es enemiga de ese gran don celestial. Entristecerse por la felicidad ajena, nos coloca a mucha distancia de la paz. Enojarnos cuando a otro le va bien y sonreír cuando a alguien le va mal, no es de cristianos.

Para tener paz debemos cultivar el amor a Dios y al prójimo. Eso hace crecer el alma que en los primeros años de hermandad con el cuerpo, se mantuvo pequeña. De nosotros depende su desarrollo para poder cosechar después de haber sembrado.

Nuestra naturaleza humana nos hace tener demasiadas fallas que nos arrastran a profundos abismos de autodestrucción innecesaria y criminal. De nosotros mismos depende salir adelante cuantas veces caigamos en ellos. No podemos quedarnos tirados en el fondo del abismo sin tomar en cuenta la fortaleza y el ánimo que nos exige la vida para luchar y conseguir la paz interna que alegra el espíritu.

Los padres de familia no pueden tener paz cuando sus hijos avanzan por el mal camino, cuando se drogan, cuando se alcoholizan, cuando dejan de asistir a clases por la influencia nociva de las malas compañías. No pueden tener paz cuando sus hijas salen con hombres casados y llegan tarde a casa. Cuando su pobreza extrema o su riqueza excesiva los está destruyendo, y como consecuencia su propia familia se halla desmembrada. Esos padres de familia no pueden llegar a tener paz, y finalmente pierden la esperanza en el futuro cuando se dan cuenta que muchas cosas les están saliendo mal.

El espíritu verdadero de la paz, no significa renunciar a la lucha diaria. Quiere decir emprender con entusiasmo esa aventura diaria que nos ofrece un nuevo amanecer. Un bendito nuevo día que es regalo de Dios con todos los contratiempos que implica, con los sinsabores que nos acarrea, con el esfuerzo que se hace al intentar utilizar bien las horas para sacarles provecho y estar preparados para hacer frente a todas las dificultades que se vayan presentando.

Cuando Jesús dijo: "Yo les dejo mi paz, que no es la paz del mundo", marcó la diferencia entre los dos conceptos y colocó en un plano infinitamente superior a la paz que él nos daba. El que tiene la paz de Dios está en júbilo constante, tomando en cuenta que el júbilo es la exaltación de la felicidad. El pecado nos aleja de Dios y no nos permite estar en paz con nosotros mismos. Liberémonos de sus garras para tener derecho a la vida eterna. Quitémonos la carga que pesa sobre nuestra alma, mucho antes de que la vida se nos vaya de las manos.

En pocas palabras, la paz del espíritu consiste en la aceptación plena de la voluntad de Dios ante el acontecer diario. Para conseguirla, debemos de dejar a un lado las absurdas creencias en la brujería y la confianza pecaminosa que algunas personas tienen en tantos ídolos, con los cuales intentan desplazar lo verdaderamente divino.

El Señor nos da su paz con el fin de prepararnos para la vida eterna, que es la verdadera vida. Recordemos aquella parábola del hombre rico que teniendo sus graneros llenos, se jactaba de poseer lo suficiente para disfrutar de su existencia. Sin embargo, sorpresivamente escuchó una voz que le dijo: "Insensato, esta misma noche habrás de perder la vida". Ésa era la paz transitoria y efímera que había conseguido el hombre de los graneros llenos. Una paz terrenal que de nada le iba a servir.

La persona que odia, no tiene paz, tampoco la tienen los asesinos, ni los violadores, ni las mujeres que abortan intencionalmente. Son poseedores de la paz todos aquéllos que se acercan a Dios por medio de la oración y de la satisfacción del deber cumplido. Lo son también aquéllos que no nada más dicen "Señor, Señor", sino que verdaderamente hacen lo que Él les dice. Son portadores de la paz los que trabajan para la causa de Cristo llevando a otras personas a su Reino. Pero la verdadera paz, aquélla que rebasa nuestra alma, solamente la encontraremos si llegamos algún día a la casa del Padre.

En determinada época de la vida, muchas personas han experimentado sucesos extraordinarios que les llegan repentinamente, y tienen un marcado origen divino. Hace siete años, me sentí muy cerca de Dios porque una ola de espiritualidad me envolvía. Recuerdo que en aquel entonces, cualquier favor espiritual que le solicitaba a Dios Nuestro Señor, de inmediato me lo concedía, y eso me proporcionaba una gran alegría. Sin embargo, las dos o tres veces que me atreví a pedirle algo material -como el premio mayor de la lotería o el melate- sentí con toda claridad que eso NO me lo iba a conceder. Debido a que esa relación espiritual me estaba proporcionando una gran felicidad, cierta mañana me atreví a pedirle que de alguna manera me acercara más a Él. Todo ese día y las veinticuatro horas siguientes, permanecí a la expectativa esperando alguna señal que me indicase cómo podría aproximarme más a Dios para vivir una espiritualidad profunda que me diese una mayor felicidad.

Esa noche se me fue el sueño al sentir cierto temor de que el Señor de la Vida tomara al pie de la letra mis palabras y "me aproximara a Él", por medio de mi muerte. Por la mañana -lo recuerdo como si fuera en estos momentos- tocaron a la puerta de mi casa. Era el Padre Rafael -párroco de la Iglesia de San Pedro Apóstol-. Al verlo, lo invité a pasar. Él me contestó que únicamente venía a decirme que la comunidad de la colonia me había seleccionado junto con otras personas para llegar a ser Ministro de la Eucaristía. Sentí un escalofrío muy grande en todo mi cuerpo al recordar lo que anteriormente le había pedido a Dios y que no sabía si accedería a concedérmelo y de ser así, cómo me lo iba a conceder. En esos momentos pensé que verdaderamente no existía una mejor forma de acercarme a Él, que de la manera como se habían presentado las cosas. Platicamos un momento y después le hice saber que debido a todas las miserias que mi alma tenía, no me consideraba digno de ocupar ese cargo. Él me aclaró que en verdad ningún ser humano es digno, pero finalmente debemos ser dóciles para colaborar con Jesucristo en los diferentes ministerios en los cuales podamos llegar a servir. Cada vez que recuerdo ese suceso -para mí extraordinario- siento nostalgia de Dios, quisiera más de ello, y una gran paz espiritual inunda mi alma. Todo esto nos habla del misterio del amor de Dios, que como hijos suyos nos permite solicitarle muchas cosas que Él está siempre dispuesto a concedernos.

Leer más de Columnas Social

Escrito en:

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de Columnas Social

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 1073547

elsiglo.mx