La cárcel habría de ser el lugar que registra el imperio irresistible del Estado. En la arquitectura de los castigos habría de mostrarse la plenitud de su monopolio. Al Estado corresponde ejercer un control absoluto y minucioso sobre lo que sucede entre los muros de una penitenciaría. Si afuera la privacidad otorga un permiso para el escondite y para el secreto, dentro de la prisión el poder estatal se impone implacable. El crimen fuera de la cárcel es entendible por la audacia del delincuente o la distracción de la autoridad. Dentro de la cárcel, el delito no puede ser más que producto de la traición del poder público. Los túneles de una cárcel absurdamente llamada de "alta seguridad" son metáfora de un Estado carcomido por la corrupción. A ella y a nadie más se debe la segunda fuga del criminal más temido en el país. La prisión, en manos de los criminales y a su servicio.
Sería imperdonable una nueva fuga, dijo el presidente. Se fugó otra vez. León Krauze le hizo la pregunta directamente. Cerca de 70 por ciento de los mexicanos cree que "El Chapo" podría fugarse nuevamente: ¿se compromete usted a que esto no sucederá? El presidente sonrió ante la suspicacia. Por supuesto: no sucederá otra vez. Es nuestra responsabilidad retenerlo y juzgarlo. Al secretario de Gobernación le preguntaba una y otra vez si el delincuente estaba bien sometido y encerrado. El funcionario le aseguró-como también declaró a la prensa-que nunca escaparía. Al Estado corresponde tomar todas las medidas para evitar que eso vuelva a ocurrir, dijo el presiente que entonces se presentaba como refundador del Estado mexicano. Volvió a ocurrir. Es nuestra responsabilidad impedir la repetición de la fuga de hace unos años. Y la fuga se repitió. En algo tiene razón el presidente Peña Nieto: la incompetencia y la corrupción de las instituciones de seguridad pública no merecen perdón.
Peña Nieto y su equipo de eficaces han quedado en ridículo. Su partido llegó a presumir la captura del criminal escurridizo como ejemplo de inteligencia y eficacia policiaca: una muestra de su extraordinaria capacidad política. Ellos lo dejaron escapar, nosotros lo recapturamos, presumía su partido por la radio. Ahora el gobierno federal es motivo de burla. Le aseguraron al país que serían capaces de retener al delincuente hasta purgar sus castigos y fueron superados por él. ¿Qué autoridad puede tener la presidencia cuando carece de palabra, cuándo es incapaz de asegurar que, en las instalaciones que están bajo el dominio de su gobierno, impere la ley? El problema, sin embargo, es mucho más grave que el prestigio o la imagen de un presidente cada vez más impopular. El problema rebasa al equipo de gobierno y a su partido. Estamos frente a un problema de Estado que nadie puede festejar; estamos frente a una nueva prueba de la roída estructura de la ley.
No tengo la menor duda de que era voluntad del presidente y de su equipo más cercano el retener al Chapo Guzmán como una de las joyas de su administración. La ineptitud y la corrupción hicieron que esa voluntad, ese deber institucional fueran burlados por un criminal. Lo que pone en evidencia esta fuga es la discontinuidad del mando gubernamental. La voluntad del Estado puede ser clara en la cúspide, pero se desfigura de inmediato en una maraña de incompetencias, precariedades y sobornos. Lo que muestra la fuga del Chapo es la incapacidad del poder público para imponerse sobre sus enemigos, así hayan sido declarados prioridad presidencial. De nuevo, las peores noticias llegan al presidente mientras vuela. La coincidencia no deja de ser sugerente: su gobierno encara la crisis desde las nubes. Gestiona una serie de reformas ambiciosas que no tocan piso, sopla el humo de una modernidad que no entiende ni practica. Pero no quisiera desahogarme con la burla. El problema que enfrentamos no es de coyuntura sino histórico; no es personal sino estructural. Es el Estado mexicano el que flota en las entelequias de una legalidad que proclama y venera, pero que es incapaz de imponer. Es un Estado flotante y sin raíces.
Digo Estado y me detengo. ¿Estado? No hay más remedio que poner la palabra entre signos de interrogación. ¿Estado mexicano? ¿Es Estado una organización que no puede aplicar la ley ni en sus recintos? ¿Podemos escribir hoy esa fórmula sin entrecomillarla? Tal vez deberíamos escribir "Estado" mexicano para registrar la duda y la burla. Nuestro dizque Estado. Las ineludibles comillas no sólo asustan porque describen nuestra vulnerabilidad frente al crimen. Preocupan también porque recuerdan lo débiles que somos frente a la trampa.