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Adela Celorio

Dejemos las mujeres bonitas a los hombres sin imaginación

Marcel Prust

De gustarme, a mí me gustan mucho los hombres, aunque desconfío de los machos rudos y musculosos. Con los Atilas y Carlomagnos que en el mundo han sido tenemos suficiente. Creo que los héroes siempre triunfantes al estilo de Stalone o Schwarzenegger sólo le gustan a los otros hombres. A mí me provocan salpullido y hasta un poco de repugnancia la ferocidad de sus caras y sus manos siempre manchadas de sangre.

Me descompone la mañana encontrar en el periódico fotografías de esos primates que integran el organigrama del Estado Islámico, siempre dispuestos a matar o morir y cuya ideología le niega todo derecho a la mujer. Ya estamos viendo cómo tienen el mundo esos sujetos.

Por muchas razones me gustan los hombres frágiles, tiernos, sensibles. Invariablemente me enamoro de los héroes fallidos como don Alonso Quijano de la Triste Figura, tan bien intencionado él, fantasioso, enamorado de una quimera, burlado, apaleado y finalmente vencido por la realidad; como en la vida misma.

Me identifico fácilmente con personajes que como Woody Allen, se las arreglan con la vida a pesar de sus miedos, sus frecuentes ataques de ansiedad, su fragilidad, su timidez (“sin mi timidez hubiera podido hacer grandes cosas”, confesó Woody en entrevista reciente).

Admiro a los hombres que cocinan, empujan una carreola o dan el biberón a un bebé en la banca de algún parque. Siento irresistible atracción por los que aman la música, la poesía, y no reprimen el llanto cuando toca. Respeto y admiro profundamente a los hombres que se niegan a ir a las guerras, que detestan las armas y prefieren los libros al futbol.

Sí, sí, me gustan los hombres frágiles y las mujeres fuertes. Las que sin más armas que el sentido común y la pasión, van conquistando el espacio de equidad y justicia que nos corresponde. Me inspiran las mujeres fuertes, sólidas, consistentes como la jovencísima Malala (Premio Nobel de la Paz 2014) En el árbol genealógico de su familia cuya única línea es masculina, Ziauddin Yousafzai, escribió con orgullo el nombre de su hija. Y es que el padre de Malala es un hombre sensible, quien tal vez porque sus hermanas y su esposa no sabían leer, se empeñó en fundar una escuela para niñas. Cuando al fin consiguió poner en marcha la Khushal School, aún siendo el director, administrador y maestro, se ocupaba personalmente de la limpieza de los baños. Bajo la tutela de ese padre se formó Malala y todo iba muy bien hasta que aparecieron los talibanes con la prohibición de que las niñas asistieran a la escuela. Para preservar la ignorancia y asegurar la servidumbre incuestionable de sus mujeres, una cuadrilla de hombres fuertemente armados, balacearon a Malala; aunque ni la brutalidad de las balas que pretendieron acabar con su vida ha conseguido someterla a tan absurda prohibición.

“Un niño (entiéndase un pequeño ser humano de ambos sexos) un maestro, un libro y una pluma, pueden cambiar al mundo” sostiene Malala, quien está convencida de que una mujer que recibe educación, la pone al servicio de su familia, la familia mejora y por lo tanto también la sociedad. Los pueblos que oprimen a sus mujeres y les niegan hasta el elemental derecho a la educación, son los más pobres y atrasados del mundo.

Aunque la conquista del espacio político y económico que nos corresponde está aún muy lejos de conseguirse, por la valentía y la pasión con que muchas mujeres han luchado antes que nosotras; hoy tenemos voz y voto. De los 194 países que existen en el mundo, 17 tienen ya una mujer al mando de su gobierno y vamos por más. Con suerte, aún estamos a tiempo de rescatar el mundo de la catástrofe a donde la dirigen los poderosos héroes de hoy.

Correo-e: adelace2@prodigy.net.mx

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