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Ministro de agravios

Sobreaviso

RENÉ DELGADO

Vive el país una crisis inédita. No al final, sino en el primer tercio del sexenio. Una crisis que vulnera las ya de por sí menguadas posibilidades de la principal figura del régimen -el presidente de la República-, pero además las del conjunto de los partidos. Singularidad de ella, el que los actores políticos manifiesten conciencia de la circunstancia, pero actúen como si nada grave ocurriera.

En cada oportunidad, lejos de restar, gobierno y partidos administran nuevos agravios a la ciudadanía.

Recién renovadas instituciones se ven arrastradas por esa crisis que, sin acabar de tocar fondo, tiene al país contra la pared de su descompostura. Sin instancias confiables y creíbles de participación para canalizar el malestar, es de pronóstico reservado el desenlace de los acontecimientos en curso.

La insania de consagrar en la Constitución derechos que se conculcan en las leyes reglamentarias o se pervierten en la decisión de los colegios, presuntamente plurales, que encabezan institutos y comisiones, o se tuercen en el ejercicio de la corrupción en el servicio público o la representación social profundiza el sentimiento de engaño y burla en la ciudadanía.

Entonan el gobierno y los partidos una oda a la ruptura, asegurando que su balada es en favor de la paz y el orden social, así como de la participación cívico-ciudadana. Con su acción u omisión, ambas instancias alientan a los grupos más radicales, vistan casimir o mezclilla, a fijar la agenda del desencuentro nacional y frustrar a la ciudadanía.

Es la esquizofrenia elevada a rango de política.

El menosprecio del hartazgo social frente a la impunidad criminal y la pusilanimidad política, así como el afán de consolidarse en su correspondiente parcela de poder, hizo que gobierno y partidos privilegiaran, en el ámbito legislativo, las reformas que consideraron estructurales sin reparar en su viabilidad política y su efecto económico en el corto y el mediano plazo.

Se embarcaron en esa aventura sin considerar su costo ni precio. Se sometió desde la cúspide del gobierno y las dirigencias partidistas al Poder Legislativo. A costa de su dignidad o en beneficio de sus privilegios, las bancadas parlamentarias legislaron sobre las rodillas y de rodillas las reformas sin calcular el efecto de su diseño jurídico. El trueque y el canje sustituyeron el acuerdo parlamentario. Ahí está el mazacote legislativo en que derivó la normatividad electoral que, ahora, arrastra al flamante Instituto Nacional Electoral.

A la crisis del gobierno y los partidos se sumó al Poder Legislativo que, con su actuación, diseñó o rediseñó institutos y comisiones o formuló políticas que, ahora, como agregado a los agravios, forman parte del problema y no de la solución.

De a poco, el peso de la realidad se constituyó en el lastre que perturbaba el anhelo del gobierno y los partidos de transformar la aventura en un paseo con destino al paraíso.

El fusilamiento de civiles, presuntamente criminales, por parte del Ejército en Tlatlaya y el secuestro y homicidio de los normalistas de Ayotzinapa a manos de policías y delincuentes pusieron al descubierto no dos lamentables incidentes, sino una situación terrible: la asociación de política y crimen y el sacrificio de millares de civiles que, con su muerte o desaparición, arrastró a sus familias. Dos sucesos abrieron la fosa de la ignominia de la clase política, donde se quiso sepultar la indiferencia y la insensibilidad frente a años de impunidad y pusilanimidad bañados en sangre y violencia.

Sin contar, cosa comprensible, con resultados de las reformas estructurales, la clase política se pasmó frente al estallido de esa realidad despreciada y, todavía, en atención y protección de los intereses que la atan y vinculan, se incurrió en un error tras otro, cadena de dislates que hoy la hunde.

En el colmo de la circunstancia, quedó expuesto el manifiesto conflicto de interés en que incurrieron el propio Presidente de la República y su estratega Luis Videgaray al derivar beneficios de uno de los principales contratistas del gobierno.

Hecho grave ante el cual panismo y perredismo se han comportado no como firme oposición, sino como leales cómplices. Plantarse frente al acontecimiento les supone verse frente al espejo y, con frecuencia, los espejos reflejan aquello que no quiere mirarse.

Hoy, se está a la espera del resultado de la investigación del secretario de la Función Pública para determinar si su jefe y un colaborador de éste, mismos que conservan el cargo mientras se les investiga, incurrieron o no en conflicto de interés. A adivinar el resultado de tan imparcial indagatoria.

En la lógica de minimizar la crisis, los partidos políticos no dudaron en ignorarla al postular candidatos a gobiernos, curules y municipios o delegaciones. Dieron turno al siguiente agravio a la ciudadanía.

Nada les importó a los partidos mandar la señal de que, antes de la elección, estaba el gobierno de la situación y, entonces, sin considerar trayectorias ni desempeños, privilegiaron a los leales execrables. Echaron mano del trapecio para impulsar a otro puesto a muchos, cuyo próximo destino sería el desahucio, la inhabilitación administrativa o, de plano, la cárcel.

Las dirigencias de los tres partidos principales se empeñaron en asegurar su hegemonía a partir de la eliminación del adversario interno y, cuando uno ve de nuevo el viejo rostro de la corrupción, la negligencia, el corporativismo o el clientelismo, se va uno de espaldas. El moche y la transa han sido, en más de un caso, premiados otra vez.

Un agravio más para dejar en claro que la gravedad de la crisis no altera la rutina.

En el mejor de los casos, la política terminará en los tribunales y, entonces, el Poder Judicial, en particular la Corte, entrará en escena. Por eso, no puede sino entenderse como un agravio más la postulación de Eduardo Medina Mora a ministro de Justicia aunque, claro, ministro también significa: persona que ejecuta las órdenes de otra.

¿Es que a la crisis se quiere incorporar a la Suprema Corte?

sobreaviso12@gmail.com

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