Doña Inés y Don Juan llegaron al mismo tiempo a las puertas del Cielo.
Ella iba vestida con su hábito de novicia; él lucía sus más lucidas galas de galán.
San Pedro, el portero celestial, vio a Doña Inés y le dijo:
-¡Entra, doncella virginal, espejo de virtudes, ejemplo de pureza y castidad! ¡Ocupa, inocente niña, el sitial que te espera en la morada de la bienaventuranza! ¡Tú pudor y recato te han ganado el Cielo!
A Don Juan le dijo el apóstol de las llaves:
-Tú no puedes entrar, réprobo. Irás a la mansión de las eternas sombras donde sólo se escuchan llantos y crujir de dientes. Sedujiste a muchas mujeres. No eres digno de estar en el paraíso.
Al oír aquello Doña Inés apresuró el paso y dijo para sí:
-¡Qué bueno que a mí no me preguntó a cuántos hombres seduje!
¡Hasta mañana!...