Después de 100 años de trabajo se acabó de construir la catedral.
El deán, orgulloso, se la mostró a John Dee. Lo hizo ver la fachada con su rosetón, encaje hecho de piedra. Lo puso frente a las airosas agujas de arquitectura gótica que hacían volver la vista a las alturas. Le explicó las lecciones contenidas en los vitrales de encendidos tonos con escenas de la vida de los santos. Le enseñó el púlpito de mármol con su tornavoz labrado en cedro, y el órgano de fuelle, y las campanas que convocaban a los fieles y a los demonios ahuyentaban.
Al día siguiente John Dee llevó al deán a caminar por el bosque. Los hilos del Sol se filtraban igual que polvo de oro entre las ramas de los árboles, que llegaban hasta el cielo. Se oían las canciones de las aves y el rumor del agua clara que bajaba por el roquedal. Pasó, ligera, una cierva con su cervatillo. En las flores se afanaban las abejas. Todo ahí era vida; aun el diminuto insecto proclamaba la gloria de la creación.
Y le dijo el filósofo al predicador:
-Ésta es mi catedral.
¡Hasta mañana!...