San Virila salió de su convento. Iba al pueblo a buscar el pan para los pobres que cada día llegaban a su puerta.
En el camino vio a un niño que trataba de subir a un árbol. En las ramas se le había enredado su cometa, y quería bajarla para seguir jugando.
El frailecito se angustió. El niño podía caer del árbol. Se elevó entonces él mismo por el aire -cometa con hábito de franciscano- y le bajó el juguete.
Aquello divirtió grandemente a los chiquillos que andaban por ahí. Empezaron a pedirle a coro al santo:
-¡Otra vez! ¡Otra vez!
Les dijo San Virila:
-Perdonen, hermanitos. Sólo tengo autorizado un milagro al día.
Y añadió en seguida:
-Claro, además del milagro de vivirlo.
¡Hasta mañana!...