El rey Han pidió a Pieter der Koonig, pintor de la corte, que le hiciera su retrato. Cuando lo vio se irritó sobremanera: El artista lo había pintado como un monstruo de fealdad, con el rostro lleno de bubas y pústulas horribles. El rey ciertamente no era así. Cruel y ambicioso sí, feroz en la guerra y crapuloso en la paz, pero no deforme ni llagado.
-Yo pinto lo que veo -manifestó Der Koonig cuando el monarca le pidió una explicación.
El artista fue desterrado de la corte y el retrato quedó arrumbado en un desván.
Pasaron los años. El rey Han vivió, sufrió y tuvo trato con hombres y libros buenos. Su carácter se fue dulcificando: Se volvió bondadoso y magnánimo, daba de lo suyo a los pobres, con lo que hacía más suyo lo que dio. Y vino a suceder que alguien, hurgando en el desván, dio con el cuadro. En él aparecía el rey, pero su rostro estaba ahora limpio de llagas. Semejaba el de un doncel o ángel. Y decía la gente:
-El primer retrato fue hecho con pinceles de la tierra; el segundo con pinceles del cielo.
¡Hasta mañana!...