San Francisco salió de su convento esa mañana. Iba sonriendo: acababa de rezar los maitines de Nuestra Señora, y las oraciones marianas siempre le dejaban el alma anegada en alegría.
Al ir por el camino vio una flor. Era una humilde flor montesa, pero semejaba un joyel: tenía una gota de rocío en la corola, y al sol la gota se irisaba igual que el brillo de un diamante. El primer impulso de Francisco fue cortarla para ofrecerla a la Virgen en su altar, pero pensó que la pequeña flor se veía mejor así, en el campo, viva y abierta a la luz del sol de Dios.
Cuando volvió en la tarde a su convento San Francisco se sorprendió al ver el monte lleno de flores, igual que un cielo cuajado de estrellas de colores. La pequeñita flor se había vuelto mil; el monte todo era un florido altar. Abrió los brazos el Poverello y alabó a la Virgen. Y fue su corazón como una flor abierta en el crepúsculo a la luz del sol de Dios.
¡Hasta mañana!...