San Wandrilo, abad de Fontanella, Francia, descendía de una de las mejores familias de Austrasia. En su juventud el rey Dagoberto Primero lo hizo conde y lo nombró copero de palacio.
Hombre piadoso, de encendida fe, contrajo matrimonio con Ludmila, doncella que poseía la misma virtud que él. Tan entregados a la religión estaban ambos que la noche de las nupcias hicieron voto de virginidad perpetua, de permanente continencia.
Un día, sin embargo, la fuerza del instinto -la poderosa fuerza de la vida y el amor- los llevó a entregarse en cuerpo. Desolados por haber faltado a su promesa se separaron para siempre. Él se fue al monasterio de Montfausón. Ahí se dedicó a rendir culto a María. Ella, en el convento de Ligny, se aplicó a la devoción de San José, el castísimo esposo de Nuestra Señora.
Pasaron los años, y sucedió que ambos murieron el mismo día. Todos esperaban que en el momento de la muerte él dijera: "¡María!", y ella invocara: "¡José!". No fue así. Él exclamó: "¡Ludmila!", y ella profirió: "¡Wandrilo!". Sus respectivos superiores prohibieron que eso se asentara en el libro de sus vidas.
¡Hasta mañana!...