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Narrar la propia muerte

JESÚS SILVA-HERZOG MÁRQUEZ

En uno de sus ensayos más conocidos, Montaigne describió a la filosofía como un aprendizaje para la muerte. No sabemos dónde nos asaltará la muerte. Esperémosla entonces en todas partes. Lo dice el padre del ensayo porque entiende que esa sabiduría es libertad: "quien ha aprendido a morir, ha desaprendido a servir." Quien se ha liberado del temor a la muerte está libre de toda sujeción, de cualquier dominio. Si hubiera escrito un libro (y no simples ensayos), Montaigne habría registrado en él las muchas muertes de los hombres. Sabía que ahí estaría la mejor lección de vida. El valor de la vida, dejó escrito de muchas maneras, está en lo que hagamos hoy, en lo que disfrutemos hoy: nacimos para actuar. Por eso esperaba que la muerte lo sorprendiera un día plantando sus coles en su imperfecto jardín.

Hace unas semanas, Oliver Sacks, el neurólogo más reconocido del mundo, compartió con sus lectores el diagnóstico de sus médicos. El cáncer ocupaba ya una tercera parte de su hígado. Le quedan pocos meses de vida. Apenas en julio del año pasado celebraba su vida con un texto en el que expresaba su gratitud por la existencia: he vivido con intensidad cosas maravillosas y terribles; he publicado una docena de libros; he cultivado la amistad y he disfrutado del trato con el mundo. También lamentaba haber perdido el tiempo, ser tímido, haber viajado poco. El octogenario no se quejaba. Al cumplir 80 no sentía la restricción del horizonte sino lo contrario: una ampliación de vida. La vida curtía una experiencia que cubría casi un siglo. El tiempo se alojaba en sus huesos, en la piel, en sus ojos. Sentía que su mirada era más ancha ahora y que su percepción de la belleza se expandía. Libre de las absurdas urgencias de la juventud, podía disfrutar de la libertad para explorar sus deseos.

Seis meses después de este festejo llegó el anuncio de la muerte. Saber que el tiempo se agota ha sido para Sacks una reconexión con la vida. "En los últimos días he podido ver mi vida igual que si la observara desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una percepción cada vez más profunda de la relación entre todas sus partes. Ahora bien, ello no significa que la dé por terminada." Lejos de irlo alejando de la vida, la inminencia del final lo ha conectado con el mundo, con los suyos, consigo mismo. Será que la cercanía de la muerte avispa a los sabios. La muerte lo ha convocado a la audacia y a la claridad para arreglar sus cuentas... y para divertirse. El tiempo estrecho adquiere densidad y sentido si se emplea para acercarse los amigos, para despedirse, para escribir algún otro párrafo, para imaginar algún viaje, para reír, para hacer tonterías. La vida frente al borde adquiere claridad: nada de perder tiempo viendo noticieros o discutiendo política. Volver a lo esencial -sin llamarlo así, por supuesto.

En un nuevo ensayo publicado recientemente por The New York Review of Books, Oliver Sacks describe la "sensación general de desorden" que le han provocado la enfermedad y su tratatamiento. El hombre de ciencia explora sus sensaciones como lo ha hecho siempre, con inteligencia y sensibilidad. Si la vida es un equilibrio, la enfermedad es el violento rompimiento de esa armonía de sustancias y células. Con el instrumental que ha desarrollado estudiando la mente durante décadas, Sacks describe las perturbaciones de su cuerpo y su conciencia. El neurólogo que empezó a estudiar la migraña porque la padecía, que ha investigado la ceguera de cara porque tiene dificultades para reconocer a la gente, sigue explorando en sí mismo los secretos de la salud y la enfermedad. Sabe que la curiosidad empieza en la propia conciencia y que uno mismo es siempre experimento de la inteligencia. Dolores, mareos, hinchazones, somnolencias, malestares que le impiden hacer lo que siempre ha hecho y le han provocado deseos de muerte. Entre los maltratos del hospital llega a pensar que, si esto es lo que queda de la vida, sería preferible la muerte. Pero la enfermedad alumbra también una experiencia intensamente vital: la gratitud. Es lo que Nietzsche llamó la "gratitud del convaleciente." Cualquier mejoría es apreciada por el enfermo como la más maravillosa de las sorpresas. Tras las privaciones del quirófano y la camilla, tras las vejaciones del sanatorio, la sensación de recuperar energía, de abrigar repentinamente esperanza, de creer posible alguna aventura, de trazarse metas dignas de fe enciende una emoción intensamente vital. Esa es la gratitud del convaleciente. Narrar la propia muerte se convierte, así, en la mayor celebración de la vida.

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