Llegó la noche con un frío tan fuerte que atravesaba hasta los huesos y hacía titiritar los dientes. Un viento helado entumecía narices y cachetes; poca gente se veía en la calle. El viejo restiró los gastados guantes de estambre que cubrían sus manos, acomodó el gorro de lana que mantenía calientes cráneo y orejas y metió el rostro en el cuello levantado de una chamarra de mezclilla afelpada. En lugar de calcetines, se protegía pies y tobillos con papel periódico enrollado a partir de los zapatos.
A paso lento, emprendió el regreso a casa luego de ejercitar cuerpo y aliento en un parque cercano, práctica que no le ayudó a recuperar el ánimo de antaño. Los recuerdos lo entristecían y añoraba sus mejores épocas. No se adaptaba a la edad progresiva y admitía que estaba seco en sentimientos y ambiciones. Antes, rememoró, caminaba erguido y de un salto trepaba a la banqueta, corría cinco, diez, veinte metros para alcanzar el camión que lo llevaría al estadio de beisbol, bailaba cha cha chá o se deleitaba con las fotos atrevidas de la malograda Marylin Monroe.
Sacudió la cabeza para conjurar las malas remembranzas y retomó los buenos pensamientos con una actitud positiva: -Son tiempos navideños, voy a disfrutarlos libre de las angustias de la senectud, seré jovial y tolerante a partir de ahora, soñó en el trayecto.
Pero las frustraciones y lamentos lo delataron al instante: -En casa me gritan y regañan porque no le bajo el agua al excusado ni levanto la tapa, ensucio con tierra la almohada en la que recargo las piernas para reactivar la circulación sin quitarme los tenis, prendo luces en los cuartos a las tres de la mañana, no me baño a diario, etcétera. De aquel bastión que fui de la familia ahora -está claro- soy puro bastón, ironizó con ánimo socarrón pero lacrimoso.
El rosario de calamidades inventadas por el veterano en retiro parecía interminable, pero pronto volvió a la realidad: -Esta noche es la buena, habrá cena, vino y convivencia y estaré feliz de nuevo, se confortaba mientras preparaba la gran entrada.
Notó algo extraño: la vivienda estaba a oscuras, no había luces navideñas y el faro que iluminaba la calle se apagaba a intervalos por fallas en el cableado. Se detuvo en el vestíbulo y en el momento en que intentaba meter la llave en la cerradura, la puerta se abrió intempestivamente y la estancia se iluminó profusamente: el árbol navideño relumbró con sus colores fosforescentes; globos, serpentinas y miniaturas de renos, trineos, hadas y pingüinos hechos de corcho y seda, colgados de techos y ventanas, comenzaron a oscilar impulsados por el aire acondicionado. Sus ojos brillaron de alegría.
-¡Abuelo! ¡Abuelo! ¡Bienvenido! ¡Feliz Noche Buena! Le gritaron chiquillos y adultos y lo festejaron con confeti, serpentinas y alabanzas. Lo abrazaron con sus mejores deseos y él, un tanto atolondrado, respondió en la misma forma. Lo sentaron a la cabecera de la mesa principal y brindaron con "margaritas" y vino tinto, los niños con sidra. Le dieron un silbato para que se sumara al alborozo, pero le faltó aire y se dio por vencido. "!Sí puedes, sí puedes!", lo apremiaron. Aspiró y espiró sonriente con el pito en los labios y al fin pudo activarlo con inesperada fuerza pulmonar. "Todavía soplo", presumió.
Enseguida, el pavo recién horneado ocupó su lugar en la mesa con las patas envueltas como regalo y una brillante barriga colmada de relleno. -¡A mi primero! ¡A mi primero!, exclamaron los pequeños, pero no les hicieron caso: el platillo inaugural se lo sirvieron al anciano y lo invitaron a saborear los blandos filetes custodiados por ensaladas y aderezos. Los comió con lentitud y reverencia, reteniéndolos en la boca para disfrutar la suculencia. Se congratuló interiormente porque con esta sorpresiva convivencia de Noche Buena, consiguió borrar los sentimientos pesimistas y comprobar, sin duda, que sí lo toman en cuenta.
Cenaron en forma abundante, los brindis y buenos deseos prosiguieron, pero la disminuida visión del viejo y el barullo no le permitieron darse cuenta de que no se hallaba entre los suyos, que era gente extraña, desconocida.
Las manecillas del reloj aceleraban su paso para llegar puntuales a las doce de la noche.
-Señor…
-Cómo es posible que hasta mi nombre hayan olvidado, bola de ingratos, reaccionó con enojo. -Me llamo Erasmo Godínez, bien lo saben, no se hagan tontos y eso de "señor" suena a burla, habló con creciente desencanto y peor humor.
-Señor Godínez -atajó la mujer- lo sentimos mucho. La fiesta no era para usted, no somos familia suya, se equivocó de casa…
-Le tuvimos lástima al verlo desamparado, sin rumbo, expuesto al frío y simulamos la fiesta en su honor pero, insisto, no sabemos quién es usted ni dónde vive. Que le vaya bien.
Cerró la puerta y lo puso en la calle.
Sorprendido y afectado por un choque emocional que alteró su razonamiento, don Erasmo no supo qué hacer en aquella avenida oscura y silenciosa. Aterrado, comprendió que se había perdido; no reconoció el sector y tampoco pudo acordarse de la ubicación de la casa donde moraba. Se derrumbó en el rincón de una finca en ruinas y comenzó a sollozar abrumado por las tinieblas que oscurecían su mente. Lágrimas de frustración corrieron ardientes por su ajada cara.
Sus gemidos, llenos de tristeza y abandono, volaron hacia el oscuro firmamento y se fueron apagando poco a poco. Nadie los escuchó. El crudo cierzo invernal empeoró el injusto castigo; el anciano ocultó la cara entre las manos y encogió las heladas piernas. -Voy a dormir, a dormir para siempre, balbuceó y cerró los ojos.
La calzada continuaba desierta; las rejas de las casas contiguas cerradas con candados y egoísmos, infranqueables para los peregrinos y migrantes que vagan en busca de caridad y tolerancia, techo y abrigo. La farola ya no funcionó y la oscuridad se hizo más pesada.
Pasaron los minutos lentamente; el frío arreció y aparecieron los primeros copos de nieve.
Súbitamente todo cambió, las penumbras opresivas se abrieron ante los destellos que surgieron de un cielo estrellado liberador de penurias y pesares. A lo lejos, se escucharon las campanas celebrando el nacimiento de Jesús. Desde el cerro próximo, una gran estrella navideña envió sus fulgores hasta el lugar que ocupaba precariamente el desamparado, iluminaron su rostro y le infundieron andanadas de energía física y espiritual.
Como resorte, se levantó el viejo, limpió de lágrimas y mocos el sufrido rostro, respiró con suavidad para despejar pulmones y desentumió las piernas, impulsado por un gusto que no había sentido hasta ahora en su larga existencia: el gusto de recuperar la lucidez mental y reencontrar, por fin, su casa, la casa familiar que ya lo extrañaba.
Hacia allá encaminó sus pasos… La estrella lo guiaba.