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Nuevo árbitro, viejos retos

Periférico

ARTURO GONZÁLEZ GONZÁLEZ

Coahuila y Durango tienen nuevo árbitro electoral. En ambos, el primero en este mes y el segundo en octubre pasado, se instalaron los consejos del Organismo Público Local Electoral (OPLE) respectivo que sustituyen a los del Instituto Electoral y de Participación Ciudadana (IEPC). El principal cambio que representa el nuevo esquema de organización y control de elecciones estatales es que mientras los OPLE dependen del Instituto Nacional Electoral (INE), los IEPC eran considerados autónomos. Pero uno de los argumentos centrales para esta modificación fue la desconfianza que los partidos de oposición tenían sobre el desempeño de los institutos estatales. La reiterada acusación, replicada en Coahuila y Durango, fue que éstos operaban con una autonomía sólo de fachada, ya que en realidad existía una subordinación a los intereses de los gobernadores. Y como ya se ha convertido en fórmula común para legisladores federales, especialistas y asociaciones civiles, la salida propuesta fue el centralismo. Si los IEPC no pueden ser garantía de imparcialidad, entonces hay que desaparecerlos y que sus funciones sean concentradas por el INE. Una solución similar a la que plantean los partidarios de la creación de un mando único policiaco en los estados y luego en el país. Pero los problemas no desaparecieron con los institutos. Los viejos retos persisten y a éstos se suman otros.

En el caso particular de Coahuila y Durango, los nuevos OPLE se enfrentan a un escenario similar: estados gobernados casi de forma monolítica por un partido, el PRI, y que a nivel gubernatura nunca han vivido la alternancia. En ambos casos, con sus matices en cada uno, los gobernadores poseen hacia dentro un poder prácticamente omnímodo, con tentáculos que alcanzan todas las estructuras políticas. Los titulares de los ejecutivos estatales controlan de facto los congresos locales gracias a la abrumadora mayoría de diputados emanados de su partido. Tienen una enorme influencia en el Tribunal Superior de Justicia de sus estados, así como en organismos considerados descentralizados o autónomos como los institutos de acceso a la información, comisiones de derechos humanos y entidades auditoras. La relación de la mayoría de los alcaldes con el gobernador de su entidad suele ser más de subordinación que de sana coordinación entre distintos niveles de gobierno. Por si fuera poco, el corporativismo que durante décadas y hasta 2000 mantuvo al PRI en el poder federal, ha sufrido muy pocos cambios en los estados. A esto se suma una oposición débil, muchas veces timorata y acomodaticia que tampoco representa a la ciudadanía con eficiencia.

En medio del escenario descrito, al partido en el gobierno en ambos estados le ha resultado relativamente fácil mantener el poder. El control de recursos públicos, la ausencia de mecanismos reales de rendición de cuentas (que no es lo mismo que la transparencia) y la falta de contrapesos, le ha permitido al PRI y a sus candidatos construir redes clientelares suficientes para ganar las elecciones. El manejo de los programas sociales, el uso de estructuras extragubernamentales (como instituciones educativas), el control de algunos medios de comunicación, se han convertido en estrategias para alcanzar el objetivo de perpetuar el dominio priista en los estados. Los personajes públicos considerados incómodos o que ponen en riesgo la viabilidad del sistema pueden ser neutralizados a través del cohecho, la coacción o la coerción. En parte gracias a este control estatal, en parte a los errores de la oposición, el PRI pudo recuperar la Presidencia de la República más pronto de lo que muchos imaginaron. En este contexto, es entendible que la participación política en Coahuila y Durango se circunscriba casi de forma exclusiva al ámbito electoral. Son pocas las manifestaciones ciudadanas copiosas que no tengan algún vínculo, directo o indirecto, con intereses partidistas. El gran número de asociaciones civiles que persiguen objetivos altruistas contrasta con el escaso número de organizaciones que buscan impulsar un mejor ejercicio de la ciudadanía, acotar el poder de partidos y gobierno e incidir de una forma más amplia y certera en la toma de decisiones de la vida pública estatal y municipal.

Los OPLE de Durango y Coahuila tendrán su prueba de fuego en 2016 y 2017, respectivamente, cuando lleven a cabo las elecciones para renovar la gubernatura, el congreso y las alcaldías de su estado correspondiente. Al desafío que implica por sí misma la organización del proceso, su vigilancia y la garantía de transparencia en el resultado, se suman viejos retos que tienen que ver con lo explicado arriba. Primero: ser en realidad un organismo autónomo que propicie la confianza entre los participantes en el proceso y los electores en medio de un entorno donde el descrédito y el escepticismo han echado raíces. Segundo: garantizar que haya un piso parejo para los contendientes -candidatos independientes incluidos- dentro de un entorno en donde un partido ejerce el poder de manera casi monopólica. Y tercero: generar las condiciones para aumentar la participación ciudadana, no sólo en las elecciones sino también en todos los aspectos de la vida política estatal y municipal. Porque, a fin de cuentas, de lo que se trata es de darle viabilidad a la democracia como forma para resolver los problemas comunes. Una democracia que en estas tierras no ha terminado de salir de su estado de infancia, pero ya carga el peso de los problemas de la adolescencia. De ese tamaño es, pues, la encomienda del nuevo árbitro electoral.

Twitter: @Artgonzaga

E-mail: argonzalez@elsiglodetorreon.com.mx

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