Muy frecuentemente en la oscuridad de la noche, cuando la soledad es plena y mi espíritu reposa de las diarias tareas. Asáltenme lúgubres pensamientos sobre ¿qué es la muerte? ¿Qué es el más allá? Es un lugar, otra dimensión, o es acaso un estado de la mente.
Muchos filósofos han dedicado gran parte de sus vidas a estas investigaciones y nos encontramos en la actualidad con trabajos de mérito incalculable sobre este tema.
Pero no obstante sus filosofías y sus hipótesis, esos grandes maestros han llegado a la conclusión, de que me disgusta mucho la idea de la muerte. Pienso que debe existir, claro está; pero que nosotros escogiéramos el momento, como cuando poseídos de un sueño incontenible buscamos la cama para dormir; o cuando significa una liberación para aquél que sufre un mal irremediable y también cuando es considerada como un refugio para el que está cansado, ya de vivir; pero cuando presenciamos la garra filosa de la muerte que va apoderándose poco a poco de alguien que amamos, que amamos mucho y que lo vemos irse, perderse en ese momento infinito del que no sabemos nada y del que jamás volverá y del que nos separa una muralla impenetrable, que ni nuestra voz ni nuestros gritos podrán traspasar, es entonces que yo pregunto como el poeta: ¿A dónde van los muertos, Señor, a dónde van?
Del libro:
"En el Alarido de lo Inmarcesible".
