Los políticos en todos lados hacen muchas promesas con el fin de atraer el voto de los electores. Los que ganan una elección son, por lo general, quienes ofrecieron los beneficios más atractivos en términos de ingreso, empleo, servicios y menos esfuerzo para la población.
Esta tónica caracteriza a los políticos de todos los regímenes democráticos, donde muchos han convertido a los gobiernos en un medio para que la gente busque la manera más fácil de vivir de los demás. No hay mejor plataforma electoral que aquella que da la apariencia de que es posible recibir algo gratis, y mejor si ese algo incluye los más caros deseos de los electores.
No hay duda que siempre será más atractiva la oferta de mayores ingresos que la de mayores sacrificios, la de pasarle la factura por nuestros errores a los extranjeros que pagar nosotros los platos rotos, que a otros les aumenten los impuestos mientras nosotros recibimos subsidios, etc…
La retórica populista es muy exitosa en la aplicación de estas estrategias electorales. La realidad, sin embargo, acaba muy pronto con los espejismos populistas que ofrecen los vendedores de fantasías.
La situación en Venezuela es un ejemplo patético del desastre al que los gobiernos populistas pueden llevar a sus poblaciones. La crisis económica de ese país, que se exacerbó por el desplome del precio del petróleo, ha puesto contra la pared a Nicolás Maduro, convertido en presidente por azar del destino.
Es tal el caos económico en Venezuela que Maduro recurre, cada vez en mayor medida, a la supresión de libertades, a la instrumentación de controles y a la represión para mantenerse en el poder. Eso es posible por el apoyo de las fuerzas armadas que, como ha sucedido tantas veces en Centro y Sudamérica, podrían quitárselo en cualquier momento con un golpe de estado.
Venezuela es un caso extremo del populismo que merece un lugar en Ripley, pero hay otros no tan graves donde quienes usaron la retórica populista la abandonan al llegar al poder, aun cuando ello signifique traicionar las promesas hechas a sus electores.
Este es el caso de Grecia, tantas veces en los titulares de prensa durante los últimos 5 años. La ocasión más reciente en que se centró la atención de los inversionistas sobre el país helénico fue aprincipios de año, cuando los griegos eligieron a un gobierno que los embelesó con sus promesas populistas.
Alexis Tsipras conquistó a los griegos con sus promesas de campaña, entre las que sobresalían el rechazo a las condiciones del rescate financiero, la disminución substancial de la deuda externa, la recontratación de empleados públicos despedidos, el alza de los salarios, la reducción de los impuestos, la cancelación de las operaciones de privatización de empresas gubernamentales y un mayor gasto público. En pocas palabras, el final de las penurias y los sacrificios para la población griega y, para rematar, sin abandonar el euro.
Tspiras cabildeó esas medidas por varias semanas fuera de Grecia, pero el rechazo por parte de los demás miembros de la eurozona lo obligó a aceptar la realidad, no sin antes haber puesto a su país al borde del colapso.
Los grandes logros de sus negociaciones fueron tres "victorias" pírricas, porque en el proceso dañó su economía, provocó un éxodo masivo de dinero de sus bancos y llevó al país cerca de la bancarrota. Estas "victorias" consistieron en lo siguiente:
Primero, los griegos negociaron un menor superávit primario de las finanzas públicas en relación con el planeado previamente; segundo, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Central Europeo, y la Comisión Europea ya no serían conocidos como "troika" sino como "instituciones"; tercero, obtuvo una extensión de cuatro meses del programa de rescate.
Esta extensión, sin embargo, es condicional. En estos días y hasta el mes de abril el gobierno griego tendrá que sentarse con las "instituciones" para decidir sobre la lista de reformas y compromisos del nuevo gobierno, así como los avances de las medidas aprobadas por gobiernos anteriores que Tspiras calificó de intolerables durante su campaña.
Ahora tendrá que reconocer que quedarse dentro del euro implica aceptar lo intolerable, renunciando a cada vez más promesas electorales si quiere llegar a algún acuerdo con los países de la eurozona.
El seguir dentro del euro lo obligará, muy probablemente, a proponer un programa económico muy similar al del gobierno anterior, ante el desencanto de sus electores, que tendrán que aceptar más sacrificios económicos. Cualquier otra cosa sería inaceptable para los acreedores y podría llevar a la salida de Grecia de la eurozona.