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Propósito de año nuevo

Miguel Francisco Crespo Alvarado

En la obra de Beckett, reconocida como la pieza inaugural del llamado "teatro del absurdo", Estragón y Vladimiro esperaban infructuosamente la llegada de Godot. Él era su salvación: el único que podía sacarlos de ese estado de miseria y desolación en el que se encontraban. En la trama nacional mexicana, que a juzgar por las últimas escenas, también pertenece a ese género teatral en el que lo que ocurre carece de todo sentido, nuestra espera era por las reformas estructurales: con su arribo, solían repetirnos, estaríamos salvados.

El caso es que, a diferencia de Godot, las famosas reformas sí llegaron y los ciudadanos de a pie seguimos preguntándonos dónde carambas quedó la salvación. Y que conste que no estamos exigiendo que el país se convierta en un paraíso terrenal, pues entendemos lo utópico de tal aspiración. Sólo deseamos recuperar algo del poder adquisitivo que hemos perdido en las últimas décadas (casi el 78 % desde 1982, según el Centro de Análisis Multidisciplinarios de la UNAM) y que los niveles de inseguridad se reduzcan a eso que llamamos "tolerables". Pero, repito, tal cosa no ha pasado y lo peor es que cada vez parecemos más convencidos de que jamás ocurrirá.

Quizá nuestro problema sea, precisamente, la espera. A lo mejor le estamos pidiendo peras al olmo, es decir, que pese a toda la evidencia que tenemos, seguimos pensando que las leyes son suficientes para que algo se trasforme y por ello, le apostamos a su llegada. Pero resulta que la existencia de una norma no garantiza su aplicación, y por lo tanto, no puede por sí misma significar una trasformación. Pensemos en esas señales al costado de calles y carreteras que indican con un número claramente visible la velocidad máxima a la que deberíamos circular en nuestros vehículos. ¿Cuántos respetan esa norma? ¿No son más los pretextos que tenemos a la mano para incumplirla? ¿No nos ocurre, incluso, que nos molestamos con el de adelante porque sí la va cumpliendo? ¿De qué sirve, entonces, la existencia de tales restricciones?

Pero, cuidado, que el asunto es mucho más complicado de lo que en principio parece, porque a veces la aplicación de la ley tampoco resuelve el problema. Pienso, por ejemplo, en algunas de las normas que rigen la vida electoral del país. Por citar un caso, esos anuncios que se pasan en los medios durante las precampañas en los que, después de que te chutas a hueso las alabanzas para un precandidato, te recetan el: "propaganda exclusiva para los militantes y simpatizantes del partido fulano". Vemos entonces que en ocasiones la presencia de la ley sólo sirve para tapar el ojo al macho. Lo que nos lleva de nuevo al punto de partida: el de la espera equivocada.

Si la existencia de una ley no garantiza su cumplimiento, y si aún el cumplimiento, eventualmente no ofrece cambios de fondo, ¿por qué entonces no dejamos de esperar? Creo que nos es inevitable, que lo que nos hace humanos es precisamente la posibilidad de esperar. Esa capacidad de suponer que podemos cambiar el destino de las cosas. Siendo así, lo que nos queda es reconocer que se puede esperar, al menos, de dos maneras distintas: una pasiva y una activa.

La pasiva es la que en términos generales los ha caracterizado a los mexicanos. Como los personajes de Beckett hemos aguardado y aguardado por décadas, que la salvación nos caiga del cielo (o las leyes, como la manzana de Newton). Creo que es tiempo de cambiar a una espera activa. Una que, en primer lugar, evite que las leyes se presten a la simulación; y que además, haga que las leyes se cumplan. Paradójicamente esa disposición, si se sostiene y se convierte en un hábito, nos llevará a la eliminación de leyes, bajo la idea aristotélica de que, a mayor virtuosismo, menos necesidad de normas. Puede ser un buen propósito de año nuevo. ¿O no?

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