Querido, hay una biblioteca en la pantalla
El internet y la televisión de paga permiten adentrarse en un catálogo similar al de una buena librería. Historia y literatura nutren la corriente de un río televisivo en cuyas aguas se refleja la condición humana con sus altas y bajas definiciones.
La memoria falla a la hora de precisar si tuvo su origen en el cartón de algún monero, en una mesa de cantina o a bordo de una sonda espacial, lo único seguro es que no se trata de una invención propia. El recuerdo en cuestión es un cuadro humorístico en el que un joven bromea, o acaso reclama, a su progenitora por un trauma de su infancia en particular. Se entiende, o se sobreentiende, que el joven es empleado de algún medio de comunicación; en cualquier caso, el joven concentra todo su buen humor, o su mala leche, en una frase: "¿Lo ves, mamá?, todas esas veces que me regañaste por pasar horas frente al televisor, eran horas de estudio".
Quienes crecieron en las últimas décadas del siglo XX seguramente recuerdan que pasar tiempo frente a la pantalla era parecido a convivir más allá de lo conveniente con la oveja negra de la familia. Era la caja idiota, productora de zombis, o peor aún, de alienados, secaba el cerebro, anulaba el libre albedrío, llenaba la cabeza con ímpetus irrefrenables por consumir galletas y bebidas de cola, y fomentaba la convicción de hacer la vida imposible a los pobres progenitores por la vía del chantaje: calma, paz y buena conducta, todo por el precio de un juguete.
La comunidad científica ha demostrado una y otra vez los perjuicios de una exposición prolongada a la radiación televisiva, porque mientras se observa ese cuadrado, ahora alargado a la forma rectangular más propia del venerable cine, el cerebro trabaja incluso menos que durante las horas de sueño, porque perjudica el entendimiento, porque aísla del mundo a los esencialmente sociales seres humanos, porque mantiene a los cuerpos en posturas aptas para ensanchar el trasero y el abdomen.
ACCESO
En este nuevo milenio, en esta segunda década del siglo XXI, todo lo dicho sobre la televisión y sus perjuicios para la salud, pública o privada, sigue siendo cierto. Sin embargo, a diferencia de otros días, de otros lóbregos tiempos, las opciones para darle la vuelta a la tortilla son más accesibles.
La investigación sobre disponibilidad y uso de las tecnologías de la información en hogares del INEGI, correspondiente a 2014, expone que en México hay 12 millones de hogares equipados con computadora -representan el 38.3 por ciento del total-, empero, los hogares con acceso a internet suman 10.8 millones, un 34.4 por ciento del total. Según los estimados del instituto 49.4 millones mexicanos son usuarios de computadora y 47.4 millones entran a internet.
La televisión, en cambio, tiene una presencia digna del gran hermano en la vida cotidiana del mexicano. El dato de la Encuesta Nacional de Hábitos, Prácticas y Consumo Culturales es que 95 de cada 100 hogares tienen un receptor televisivo. El 40.1 por ciento de los hogares con televisor contrata servicios de paga.
El dato de la conexión a internet es importante porque la red de redes permite al infravalorado televidente mexicano escapar de la dictadura de las cadenas nacionales, de las televisoras locales y su usualmente paupérrima producción de contenidos.
Si el lector tiene el gozo de pertenecer a uno de esos 10.8 millones de hogares con acceso a internet apenas unos clics lo separan de un vasto panorama de experiencias y emociones que bien podrían llevar la firma de un tal Bertolucci, Tornatore o Polanski... ya se entiende, reyes y ases de la baraja en el arte de exhibir al ser humano para su público escrutinio en la vitrina de una pantalla.
El propósito de estas líneas es despertar el interés hacia algunas series televisivas que sacan lustre a este usualmente monótono y previsible aparato -hacen de él un medio de comunicación al servicio de ideas de calidad y montajes de alta escuela. Son, en su mayoría, títulos poco difundidos en nuestro país que bien podrían ocupar un lugar privilegiado en cualquier videoteca o disco duro. Los nombres que forman parte del canon estadounidense no serán nombrados.
El primer punto del itinerario es Inglaterra, el país con la tradición actoral por excelencia. Como aperitivo un dato histórico y curioso, en el currículum de alguien que hace varias décadas no necesita de una hoja de vida, el señor Antony Hopkins, está el protagónico de una adaptación a miniserie del clásico de Tolstoi, Guerra y Paz, coproducida por la British Broadcasting Corporation y una empresa yugoslava (¿alguien se acuerda de Yugoslavia?) en la década de los setenta. Esto para dar una idea del tipo de monstruos que han pasado por las pantallas de la caja idiota.
LA BBC COMO REFERENCIA
El Reino Unido posee un catálogo que puede hacer feliz incluso al televidente más exigente. Para comenzar con algo hilarante, la negra idea de un trío de incompetentes:
Black Books. El comediante Dylan Moran y un par de actores más son suficientes para romper la caja torácica del televidente. Moran interpreta a Bernard Black, un irlandés dueño de una librería que fuma, bebe y gimotea sin cesar. En el primer episodio, Bernard observa, imperturbable, cómo su contador se da a la fuga, por tanto decide elaborar él solito su declaración de impuestos. Luego de una noche sin dormir repasando formas fiscales, forzado a visitar el umbral de la brillantez a fuerza de hastío y cansancio, toma sus facturas y con ellas se confecciona un abrigo vanguardista.
En 2003 la BBC estrenó State of Play, una serie que seis años después tuvo una adaptación al cine con Russell Crowe y Ben Affleck. Apenas seis episodios le bastan para desarrollar una trama en la que la investigación periodística es el verdadero protagonista. Da gusto ver al periodista Cal McCaffrey (interpretado por John Simm) poniendo en aprietos a su mejor amigo, Stephen Collins (David Morrisey) un político joven de gran proyección, miembro del parlamento, con cada revelación que va surgiendo acerca de la muerte de una joven integrante de su equipo de trabajo. Más emocionante, en muchos sentidos, es observar una labor de primer mundo por parte de un grupo de personas (que no la empresa) comprometidas con hacer periodismo "caiga quien caiga" o "hasta sus últimas consecuencias", por citar dos lugares comunes de la clase política.
Y ya que empezamos con crímenes y personas que se toman la molestia de resolverlos, Father Brown (Padre Brown) es una serie basada en el personaje de G.K. Chesterton, estimulante desfacedor de agravios y enderezador de entuertos. Las adaptaciones triste y excesivamente libres de los relatos le restan algo de lustre a las dotes detectivescas del sacerdote, gran conocedor de la condición humana y de la naturaleza criminal. Esta producción comenzó a emitirse en 2013, con Mark Williams en el rol principal, y ya acumula tres temporadas.
Antes de mencionar a un creador que tiene cosas tan interesantes como dispares y que ha conseguido hacerse con un público fiel a sus trabajos, haremos lugar para Broadchurch. El asesinato de un niño conmociona a un pequeño pueblo y lo demás son las actuaciones de un elenco encabezado por David Tennant y Olivia Colman. El infierno grande de los pueblos pequeños se manifiesta en todo su sórdido esplendor. Todos aportan, por un lado, una traba, y por el otro, una clave para resolver el crimen. Hasta consigue hacernos olvidar que todo parte de la consabida fórmula de la pareja formada por un detective atormentado y la policía incapaz de obviar el lado bueno de las personas.
CHARLIE BROOKER
Este nombre quizá no genere ningún revuelo, ni siquiera una búsqueda en Google, pero así suelen ser las cosas que, una vez encontradas, ofrecen momentos de magnífico estrés y apacible sufrimiento, o todo lo contrario, risas en riguroso orden o una reflexión inusualmente serena sobre los aspectos cotidianos de la vida.
Brooker es el señor de las ideas, otros las ponen frente a las cámaras, algunos más las interpretan y así hasta su exhibición en pantalla. El proceso, en muchos casos, determina el producto final, y aunque en el caso de Charlie Brooker los resultados no sean siempre asombrosos, sí consiguen ostentarse como particularmente notorios. Su limitada producción se compensa con la extensión de los debates de los que nos hace partícipes.
Dead Set por ejemplo, es una serie de zombis que se transmitió en 2008. El lugar elegido por Brooker para que se desenvuelva el funesto sino de los personajes fue la casa de Big Brother. Las miserias de un grupo de personas en una atípica arca son los resortes que activan la acción, por ejemplo, en el primer capítulo, mientras el mundo se va al carajo, dentro de la casa discuten acerca de quién se comió el último blanquillo.
Hablar de A touch of Cloth es un ejercicio agridulce. Por un lado se siente como traicionar a las buenas series policíacas y por el otro es como celebrar la honrosa tradición de filmes en los que la pregunta esencial es dónde quedó el piloto o el policía. John Hannah es el detective Jack Cloth, un todo terreno implacable a la hora de perseguir asesinos seriales y desarticular bandas del crimen organizado. Los detalles están por todos lados, por ejemplo, la pizarra con teorías sobre el asesino de la espada incluyen: Shakespeare, Maravillas del mundo, Los siete enanos de Blancanieves y así por el estilo. La acumulación de mofas es lo único seguro en los casos del siempre erecto, inigualable a la hora de amenazarse de muerte, Jack Cloth.
Para cerrar el apartado de Brooker, Black Mirror. Esta serie parte de exagerar un tanto aspectos de la vida vinculados con la tecnología para adentrarnos en cuadros que dan miedo por la cercanía con el mundo que ya tocamos, la realidad percibida a través del espejo negro, esas pantallas del televisor, del celular inteligente, del ordenador personal. El mundo digital no está fuera, sino dentro de nosotros, se convierte en forma de vida y las consecuencias es mejor imaginarlas a través de los episodios independientes que integran Black Mirror.
El especial navideño, con Jon Hamm, mejor conocido por su álter ego de la avenida Madison, es estresante en el mejor sentido, el que emociona y sorprende mientras se desarrollan tres historias bien hilvanadas, dirigidas a crear ese efecto único que tanto recomendaba Poe a la hora de escribir cuentos.
SHAKESPEARE
Cuando uno se pregunta qué es lo mejor que puede ofrecer Inglaterra, la respuesta unánime es el nombre de El Bardo. Así lo entendió la BBC al financiar una serie titulada The Hollow Crown.
La "corona hueca" es una adaptación de la segunda tetralogía histórica de Shakespeare: Ricardo II, Enrique VI (partes uno y dos), y Enrique V. Este proyecto engendró más de ocho horas de actuaciones memorables. El reparto incluye, más que nombres, marcas de calidad como Jeremy Irons, Tom Hiddleston, David Morrisey, Patrick Stewart, James Purefoy...
Además, la BBC está preparando un segundo ciclo de adaptaciones con las obras de la primera tetralogía: Enrique VI (parte uno y dos) Enrique VI (parte tres) y Ricardo III. En esta última el regio personaje será encarnado por el multipresente Benedict Cumberbatch. Tamaño enredo entre el autor isabelino y la BBC debería ser pecado.
LA OTRA EUROPA
En 2011 se estrenó una coproducción franco-alemana titulada Borgia: Faith and Fear. John Doman, a quien tal vez ubique por su personaje de Don Falcone en Gotham, es Rodrigo el papa valenciano y patriarca de la primera familia moderna. No entraremos aquí en la comparación acostumbrada con la serie estelarizada por Jeremy Irons aunque vale decir que hubo un intento, nada fructífero, por conjuntar ambas producciones.
Sí es necesario recordar que se trata de una familia de la que se ignora mucho y que fue tan importante para la historia del mundo, entre otras cosas, Rodrigo fue el responsable del reparto de las tierras descubiertas por Colón.
El creador de la serie, Tom Fontana, asegura que el comportamiento del cardenal Borgia en el cónclave de 1492 no fue muy diferente al de cualquier astuto hombre de negocios que intenta sacar provecho de la muerte de su jefe. También opina que las enemistades y los negocios del Papa valenciano con otras familias importantes son esencialmente las mismas que se pueden percibir en los clubes de Wall Street. A esta producción se le reconoce por ser más apegada a los hechos atribuidos a Rodrigo que su competidora americana.
En España, en 2012, vio la luz, luego de un retraso de ocho meses por un recorte al presupuesto de Televisión Española, la serie Isabel. Esta ficción en torno a la vida de la reina de Castilla tuvo tres temporadas. Varios críticos coinciden en que la última ronda de episodios fue la mejor.
Las faltas a la historia fueron la principal piedra en la regia sandalia, en este apartado hay errores catedralicios como la aparición de la catedral de Cádiz (cuya construcción comenzó en el siglo XVIII) en una escena que transcurría en 1493. En 2013, el ayuntamiento de Barcelona le negó un permiso para filmar en el Museo de Historia acusando a la producción de no hacer distinción entre "ficción y veracidad histórica". Y eso que tenían dos historiadores contratados por la producción para ayudar a los guionistas y dar el visto bueno al vestuario y los decorados.
POR LOS AÑOS DE LA GUERRA
Antes del bombardeo en torno a la resurreción de Michael Keaton, de la mano del film Birdman, el viejo y querido BB (por Beetlejuice y Batman) ya había mostrado que estaba vivito y coleando en una serie estrenada en 2007, The Company. Es una historia de espías en la mejor tradición de John Le Carre y Graham Greene, de hecho está basada en una obra de Robert Littell, otro escritor con predilección por firmar relatos ambientados en la Guerra Fría.
La historia nos lleva a los años de la Alemania dividida, a los conflictos en la Hungría socialista, a la incómoda Cuba con sus barbones triunfales y sus contrarrevolucionarios. Michael Keaton es James Angleton, un jefe de contraespionaje, nombre código "Mother", obsesionado hasta la médula con la idea de que existe un espía soviético en la Compañía (la Agencia Central de Inteligencia estadounidense). Sus esfuerzos por dar con la identidad del topo, al menos así lo creen sus jefes, lo lleva hasta la locura y sí, al ver la serie, eso parece, aunque en el mundo de las intrigas internacionales, de los secretos de las potencias que los enemigos ambicionan, todo es tan simple o tan complicado como que un agente puede ser un un doble agente, o un triple agente, y la información que proporciona puede ser cierta o falsa, o tener algo de real y mucho de ficción o lo opuesto, o puede ser un intento por desinformar mediante el uso descarado de la verdad como explica, más o menos, "The sourcerer", un agente de la Compañía interpretado por Alfred Molina.
Otra serie de este corte, The Game, tiene en su reparto a Brian Cox como el jefe del MI5 británico, nombre clave "Daddy". Esta serie parece un espejo de la anterior, hay un agente soviético infiltrado, una operación de alto calibre de los comunistas de la que se ignora todo, traiciones y lealtades ejemplares, y un par de historias de amor y amistad que nos demuestran una verdad enunciada por los novelistas del género: este y oeste son la misma peste.
La mención obligada en este caso es el de las versiones en la pantalla chica de los clásicos de John Le Carre: Tinker Taylor Soldier Spy y Smiley´s People. Fueron estrenadas en 1979 y 1982 respectivamente. Alec Guinness, aquel del puente sobre el río Kwai y mentor de Luke Skywalker, es George Smiley, el único agente de la inteligencia británica capaz de resolver los intrincados enigmas planteados por su contraparte soviética: el brillante y poco sentimental Karla.
Para retroceder hasta los días que precedieron a la Guerra Fría está Unsere mütter, unsere väter, un montaje alemán ambientado en los años de la Segunda Guerra Mundial. Se estrenó en 2013 y los personajes principales son un grupo de amigos arrasados por los acontecimientos: dos de ellos se van al frente a luchar, una más se va a la retaguardia como enfermera, otra amiga se convierte en la cantante del momento (con el deber de animar a los soldados y satisfacer a uno de los principales funcionarios hitlerianos) y el último es un judío que luchará por escapar hacia un destino distinto al del campo de concentración. Siempre es interesante ver producciones acerca del conflicto desde el punto de vista de los que perdieron.
Y ya que entró en estas líneas el tema de la Segunda Guerra, hay una serie belga que desentraña una herencia del conflicto. El inspector Paul Gerardi investiga el robo a un banco y descubre que los ladrones robaron los secretos de una organización llamada Salamander, la cual da título al espectáculo. A pesar de los diversos llamados a la disciplina del “dejar hacer, deja pasar”, unos institucionales y otros más violentos, Gerardi no deja de hurgar en el pasado y sus pesquisas lo llevarán hasta los años del conflicto. El pasado y el presente están siempre ligados y la muerte es uno de sus más firmes puentes.
En el año de inicio del conflicto que demolió Europa está ambientada 27 sekundmeter snö, una producción sueca que sigue las huellas de las novelas firmadas por Agatha Christie. Un grupo va de excursión a la montaña con esquiadores fines pero una tormenta de nieve los lleva a refugiarse en una cabaña en medio de la blanca nada. La noche llega con los 'tuteos' y los primeros conflictos, porque si bien en apariencia los turistas tienen poco en común, varios de ellos comparten marcas de turbios ayeres. A la mañana siguiente uno de los excursionistas ha sido asesinado.
UN JUEGO CON DEUDAS
El fenómeno de cierta canción de hielo y fuego, la novela río y su serie de televisión, tiene su origen en la novela histórica. El propio creador de la tonada, George R.R. Martin, reconoció que una fuente inestimable para dotar de intrigas a su obra es la saga Los Reyes Malditos de Maurice Druon, conformada por siete volúmenes escritos entre las décadas de los cincuenta y los setenta del siglo pasado.
La historia comienza en 1314, el rey Felipe IV disuelve la orden de Los Caballeros Templarios, confisca sus bienes y decide purificar con fuego al Gran Maestre Jacques de Molay. La pira, sin embargo, tarda momentos valiosos en cumplir su cometido y Jacques de Molay tiene tiempo de sobra para maldecir al rey y a su descendencia hasta la décimo tercera generación. A Felipe IV le da cita ante el tribunal del creador para ese mismo año.
Lo demás sería (qué mejor) leer los libros, sin embargo, por aquello de las prisas de este mundo, existe la adaptación televisiva. El singular se debe a que una primera serie basada en la obra de Druon se emitió en los setentas. La más accesible es la de 2005. El papel de Jacques de Molay, por aquello de despertar el interés, corre por cuenta del inefable Gérard Depardieu.
CANAL 11
La aparición de este canal no es porque vaya a figurar en este texto alguna serie nacional. Se debe a que Canal 11 es una opción para acceder a televisión de calidad que no requiere internet, aunque sí una antena que agarre la señal o una suscripción a algún sistema de TV de paga.
Como ejemplo Desperate Romantics, una producción de la BBC de 2009 que sigue los pasos, felices o desventurados, de los pintores John Everett Millais, Dante Gabriel Rossetti y William Holman Hunt, integrantes de la Hermandad Prerrafaelita que desafió el arte de su época. Por fortuna, la serie no tiene un fin didáctico ni estrictamente biográfico. Los artistas y sus musas, sus triunfos y adicciones, sus ligerezas y traiciones son los elementos de un cuadro, si no hermoso, altamente entretenido, un retrato del triunfo del artista sobre las miserias de la persona o de lo contrario.
Después de ver la recreación de la forma en que Millais pintó su Ophelia, no hay más reacción que buscar el cuadro,en internet o en alguna enciclopedia, y pasar el tiempo, de forma similar a como ocurre con los sueños, admirando y deseando que el momento no termine.
Canal 11 también transmitió Matrioshki, un programa belga emitido en 2005. Es un relato sobre una banda dedicada a la trata de personas, la forma en que reclutan jovencitas altamente potables en los países de Europa del Este, para luego conducirlas a otros puntos del mapa a destinos trillados y agrupados en el término genérico de giros negros. Hay dos temporadas de esta producción.
KENNETH WALLANDER
La relación entre literatura y televisión, por si no ha quedado lo suficientemente claro, es un matrimonio que engendra bellos hijos. Otro botón de muestra, en la mejor tradición de la novela negra, es Wallander, basada en las obras de Henning Mankell. La versión televisiva se estrenó en 2005, con denominación sueca de origen. Más accesible es la serie británica (por aquello de la barrera de idioma y las opciones de conseguir el subtítulo), concebida en 2008 por -quién más- la BBC, esta versión tiene el plus -o el simple alivio- de llevar al frente un rostro conocido: Kenneth Branagh.
Nomás empezando el programa, Kenneth Wallander o Kurt Branagh sigue a una joven que carga un bidón de gasolina a través de un campo de flores amarillas-mauricio-babilonia. A continuación el contraste entre el cuerpo en llamas de la joven y el amarillo de la colza se queda tatuado en las pupilas. El comentario ineludible es, en realidad, el llano deseo de que la producción televisiva lo traslade a los confines del texto.
Un deseo similar se extiende a las adaptaciones de los libros de Ken Follet, The Pillars of the Earth (2010) y World Without End (2012). Los motores de siempre, internos o externos (la ambición, la religión, la venganza, el miedo, y demás), mueven a los personajes hacia finales que poco tienen de felices si uno se pone a considerar todo lo que se perdió en el camino. Otra obra, y su correspondiente adaptación televisiva a considerar es Labyrinth, el volumen de Kate Mosse es de 2005, la serie se estrenó en 2012. La trama salta de la actualidad a la Edad Media y entre sus atractivos se cuentan la enésima búsqueda del Santo Grial y la actuación del señor John Hurt.
A propósito del señor Hurt, bien vale la pena recordar su papel como narrador de The Storyteller, un programa de finales de los ochenta: muñecos marca Henson, clásicos infantiles como Juan sin miedo, Los tres cuervos, Teseo y el Minotauro; calidad audiovisual y literatura para peques, una suma nada desdeñable.
CAPÍTULO A CAPÍTULO
Esa es la única forma de, cuando menos, mermar el cuantioso inventario de producciones televisivas que circulan por internet. Apenas la mención de su existencia deberá bastar para títulos como Backstrom (un detective al que le sobra empatía), Galavant (un musical ambientado en los medievales años), Quirke (donde Gabriel Byrne hace de forense de época), Reign (un culebrón que sigue los afanes y líos de María Estuardo), The Driver (David Morrisey es un chofer del crimen con remordimientos), Wolf Hall (sobre el ascenso al poder de Thomas Cromwell).
Con Penny Dreadful haremos una excepción solamente por la revoltura de personajes clásicos del terror -vampiros, un hombre lobo, el doctor Frankenstein y su creación, Dorian Gray, demonios, mediums- que no se estorban del todo y hacen de ella tanto una serie entretenida como una excepción a la usual mediocridad de las producciones enfocadas al horror y el suspenso. El título, detalle encantador, hace referencia a unas historietas baratas y sensacionalistas que circulaban en Inglaterra en el siglo XIX.
Al igual que ocurre con las bebidas alcohólicas, es bastante probable que los afanes puestos en la empresa de consumir hasta los límites permitidos por la frágil condición humana, no consigan sino ultimar de golpe un cartón de cervezas o una primera temporada. Dejar de salir a la calle un día cualquiera es otro de los riesgos de exponerse a materiales como los antes descritos. Como siempre, la prescripción incluye discreción y disciplina; la primera, para no contagiar a quienes no lo merezcan, y la segunda, para no renunciar, no del todo, al mundo exterior.
Si alguna de las recomendaciones aquí expuestas llegan a satisfacer tanto a la generosa curiosidad como al estricto ojo crítico, todas las horas pasadas frente al televisor, esas horas de estudio, habrán valido la pena.
Correo-e: bernantez@hotmail.com