Quizá es políticamente incorrecto manifestarse en contra de la reforma del Distrito Federal, pero ni modo. Coyunturalmente es inoportuna; estructuralmente, inadecuada.
Hoy, cuando la capital de la República afronta el peligro de una implosión en movilidad y transporte, uso de suelo y desarrollo inmobiliario, así como en servicios -agua, drenaje, electricidad, vialidades-; hoy, cuando la ausencia de un proyecto metropolitano dicta obras contradictorias o inservibles; y, hoy, cuando la corrupción de miembros del partido en el gobierno es cuenta de ahorro individual, la prioridad es... instrumentar una reforma en beneficio del gobierno, la Asamblea y los partidos, no de la ciudadanía. Los capitalinos tendrán por premio pagar el costo instrumental y estructural de la reforma que, increíble, aun hoy se desconoce.
Si el muy remoto esfuerzo ciudadano, encabezado a inicio de los noventa por José Agustín Ortiz Pinchetti y Santiago Creel, para democratizar el Distrito Federal, entusiasmó a más de un capitalino; hoy la reforma para entronizar al gobierno, la Asamblea y los partidos, decepciona. La burocracia gubernamental y partidista pervirtió el anhelo democrático de los capitalinos, convirtiéndolo en oportunidad para repartirse la Ciudad.
A la consulta pública se llevó el corredor de una avenida; a la cúpula política, la decisión de ajustar a la talla de la élite dirigente la estructura política de la Ciudad.
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Justo cuando la coyuntura económica lleva por marca la de la adversidad y coloca en un predicamento las finanzas públicas, bajo la filosofía dominante en el Congreso de la Unión de dando y dando, la iniciativa transa, Miguel Ángel Mancera coronó el sueño de concretar la reforma política del Distrito Federal.
¿Cuánto costará la Asamblea Constituyente responsable de elaborar el documento fundamental del gobierno de la Ciudad de México? Quién sabe, pero eso sí, en junio, los capitalinos deberán elegir parcialmente a ese órgano. ¿Ya definida, cuánto costará esa nueva estructura de gobierno? Quién sabe. Como la chamba de los legisladores es crear o reformar leyes sin importarles el impacto presupuestal de sus hechuras, a nadie interesó el costo de la reforma. Sin embargo, según cálculos del coordinador parlamentario del perredismo en la Asamblea, Leonel Luna, esa estructura significará un 15 por ciento del presupuesto destinado a las dieciséis delegaciones, o sea, la friolera de más de cuatro mil millones de pesos. (Reforma, jueves 5 de noviembre).
Si la coyuntura recomendaba no impulsar esa reforma y no recargar el presupuesto con gastos para los cuales no hay recursos, ningún actor político federal o local sugirió postergarla y enriquecerla con el parecer ciudadano. No. Salgan de donde salgan los recursos -y sólo saldrán de los ciudadanos o el endeudamiento-, el beneficio será para la élite política de la Ciudad.
Podrá estar reventando la red de agua potable o la del drenaje, rebasada la capacidad de energía eléctrica, destrozadas las calles, deteriorados los convoyes del Metro, saturado el Metrobús y colapsada la circulación, pero lo urgente y lo importante, en la lógica del gobierno y los partidos, es la redefinición jurídica de la entidad a fin de consolidar su presencia.
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Inoportuna en la coyuntura la reforma política, la estructura que plantea no garantiza a la ciudadanía un mayor control sobre las autoridades y los partidos. Copia el modelo de otras entidades de la República y, en esa medida, reproduce facultades e instituciones, justo, cuando muchas de ellas están en crisis.
En efecto, a partir de la reforma, la Ciudad de México ahora podrá definir su presupuesto y elaborar leyes propias sin pasar por el filtro del Congreso, pero ¿qué no ese modelo ha desatado una crisis en las finanzas públicas a raíz de la contratación de deuda a capricho y, ahora, se pretenden establecer retenes y controles federales para ello?
En efecto, ahora, el jefe de Gobierno podrá nombrar a funcionarios de su equipo sin someterlos a la aprobación del jefe del Ejecutivo, pero hay un detalle: ¿qué no en el ámbito de la seguridad pública se está dando la batalla por imponer el mando único y desaparecer a las policías municipales? Replicar el modelo estatal-municipal en el Distrito Federal abre la puerta a un problema que ahora no tiene. Hasta hoy el mando sobre la policía es único, ¿qué va a pasar si un delegado, alcalde en la nueva terminología, reclama para sí el mando de la policía en su demarcación?
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Por lo demás, justo cuando el municipio -la célula del régimen de gobierno de la República- hace crisis, el Distrito Federal copia el modelo.
Las facultades de los delegados, desde la óptica de la democracia, en efecto limitan su función, pero a la vez posibilitan articular las políticas públicas de la capital a partir de la jefatura de Gobierno. Dada la subcultura política, cuál va a ser el diseño de las políticas de la megalópolis que, por su carácter, demanda cierta centralización. ¿Se pensó en ello?
La virtual conversión de las delegaciones en alcaldías -alcalde y concejales- no garantiza, como lo demuestran millares de municipios, equilibrio en el gobierno. Adoptar la figura sólo incrementará la nómina de la burocracia partidista en lo que serán las nuevas demarcaciones. Parte de los escasos recursos destinados a servicios públicos se irá, por fuerza, a esa burocracia. De paso, la oposición obtendrá por ley lo que no conquista en las urnas. Se subsidia, no se desarrolla la política.
Aun cuando se presume que con la reforma de la Ciudad se obtendrán partidas presupuestales federales, esos recursos irán a dar al bolsillo de la burocracia dorada y no alcanzarán.
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Coyunturalmente la reforma del Distrito Federal es inoportuna y estructuralmente inadecuada. No responde a los anhelos y las necesidades de los capitalinos, sino del gobierno, la Asamblea y los partidos. Y no deja de ser curioso que, contando con el instrumento, la reforma no se haya sometido a consulta de la ciudadanía.
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