Antes del sábado 11 de julio, la semana pasada se perfilaba como crucial y con grandes expectativas para el gobierno de Enrique Peña Nieto. Dos actividades programadas daban una dimensión extraordinaria a esos siete días. Por una parte, un viaje a Francia calificado por el propio ejecutivo federal como histórico. Por la otra, el inicio de las licitaciones de la Ronda Uno para la exploración y explotación de hidrocarburos, es decir, el arranque de la apertura del sector energético a la iniciativa privada.
Pero la agenda cobró otro rumbo: la visita de Estado quedó opacada por la fuga de Joaquín Guzmán Loera, que exhibió la corrosión del sistema penitenciario, de seguridad y justicia; y el gran momento inaugural de la Reforma Energética resultó un poco menos que alentador; tan sólo dos adjudicaciones y con sombras sobre el origen de los socios mexicanos, al parecer un cuñado de Salinas de Gortari. En ambos hechos se escapó el oxígeno que esperaba conseguir un gobierno que ha visto mermadas su credibilidad y aceptación por múltiples sucesos y pifias.
Si se revisa y reflexiona lo acontecido desde 2012 a la fecha con este gobierno es posible identificar que los errores han sido de cálculo. No en lo electoral -terreno en el que el partido en el poder mantiene su hegemonía-, sino en lo verdaderamente político. Los triunfos cosechados en el primer año y medio gracias al Pacto por México se han ido disolviendo uno a uno. Una Reforma Fiscal de muy corto plazo y que a pocos convence, ni siquiera al PRD, artífice de su principales postulados. Una Reforma Educativa que aún no aterriza del todo y que cuenta con obstáculos en algunos estados. Una reforma en materia de transparencia ensombrecida por los escándalos de la adquisición de casas por parte de funcionarios a empresas contratistas del gobierno. Una Reforma Político-electoral cuyos alcances quedaron exhibidos en su cortedad durante las elecciones pasadas. Una Reforma Penal que avanza lenta y que se antoja pequeña ante la corrupción que impera en el sistema de procuración e impartición de justicia, evidenciada en casos como el de Iguala. Una Reforma Económica que no ha logrado hasta ahora acabar con los monopolios y la concentración excesiva de capital en unas cuantas manos. Y, por último, una Reforma Energética, concebida como la joya de la corona, que ha tenido un tropiezo en su arranque.
Frente a este oscuro panorama, lo lógico es que para la segunda mitad del sexenio el gobierno de Peña Nieto lleve a cabo cambios profundos en su forma de operar con el objetivo de corregir e rumbo, profundizar en las reformas vigentes y generar las pendientes, pero sobre todo mostrar voluntad para atender las necesidades apremiantes del país. No obstante, la inmovilidad o timidez mostrada hasta ahora ante el caso de la fuga de Guzmán Loera deja poco espacio para el optimismo de pensar que habrá un golpe de timón. Porque la fórmula planteada por el Ejecutivo Federal al inicio de la administración muy pronto quedó rebasada por la realidad de una nación que aspira a ser de primer mundo conservando los vicios del subdesarrollo. Pobreza, corrupción e impunidad siguen siendo hoy los principales lastres que impiden a México avanzar, con todo y las reformas.
Para algunos analistas, lo ocurrido la semana pasada representa un mal augurio o inclusive el fin del sexenio de Peña Nieto, aunque aún faltan poco más de tres años para que llegue a su término constitucional. Depende del gobierno federal confirmar con omisiones o refutar con hechos esta aseveración. Caer en la indolencia de sólo hacer malabares con los problemas, la crítica y el descontento sería el peor error que pudiera cometer el presidente. Un error de altísimo costo social y político.