Este sábado 19 de septiembre, los ciclos necesarios de la historia nos hacen recordar esa terrible mañana en la Ciudad de México cuando a las 7:19 hrs., un terremoto de 8.1 grados en la escala de Richter originado en el Pacífico, a la altura de las costas de los estados de Guerrero y Michoacán, durante eternos100 segundos azotaría la ciudad provocando una herida dolorosa y profunda.
Trauma tan fuerte en su historia, sólo apenas comparable por algunos, a la conquista de los españoles. Sentimiento que si acaso cabe en palabras, bien se pueden tomar prestadas las del poeta mexica cuando dice:
Lloren, amigos míos, / Tengan entendido que con estos hechos / Hemos perdido la nación mexicana. Quién siquiera imaginaría que en esa ciudad desproporcionada, despersonalizada y dispersadora iba a surgir lo mejor de la persona, que brillaría lo mejor de cada uno. Se cuentan historias que son verdaderas epopeyas.
Cientos y miles de jóvenes preparatorianos y universitarios, se organizaron a sí mismos para crear una red eficaz de distribución de agua, elaboración y reparto de alimentos, captura, organización y distribución de información, creación, suministro y operación de una red de albergues de emergencia y así por el estilo.
La magnitud de la tragedia todos la intuyen, nadie sabe a ciencia cierta. La cifra de muertos nunca se dio a conocer, algunos acercamientos reportan 3,500 actas de defunción en esos días, pero se habla de muchos miles más. Se dice que los protocolos internacionales tienen como tope 20,000 muertos para declarar situación de emergencia y permitir el ingreso de la ayuda internacional sin permiso de las autoridades locales.
Cifra siempre maquillada para no hacer rebasar ese límite. El entonces presidente de la República, Miguel de la Madrid, no abrió la boca en dos días completos, pero no hacía falta. Las fuerzas de seguridad no se coordinaron, sus pesados y burocratizados mecanismos establecidos nunca atinaron a establecer estrategias de atención, pero tampoco hizo falta.
El autoritarismo caciquil del gobierno en turno fue desplazado con esa acción generosa del ser humano que descubre al otro como otro y lo hace prójimo. Dos iguales que se encuentran frente a frente, pero en situación de desventaja uno de los polos. No hizo falta nada más.
Entre nosotros no fue diferente. La violencia social se generalizó en torno al 2010, un poco antes y con efectos después. Balaceras en bares y quintas. Ráfagas durante horas y hasta granadazos en muchas madrugadas. Innumerables desaparecidos, los conocidos y los platicados.
La reacción también llegó de la gente de a pie, que decidió tomar la vida en las propias manos. No esperar nada de la autoridad, que pasmada, cómplice, por lo menos por omisión, no atinaba a responder, generando un vacío que se fue llenando en estas iniciativas de solidaridad y acción.
Relación difícil que nunca se planteó como enfrentamiento. Antes bien, como la decisión para romper el viejo, conocido, y hasta cómodo para ambas partes, esquema de amo - esclavo, de sumisión y respeto, de mandatario - subordinado que ya no puede más ser vigente.
Y lo mismo, unos jóvenes con nada más que imaginación, decisión y coraje deciden cerrar regularmente las calles del centro de la ciudad para caminarla, pasear, sonreír. Unos comerciantes y empresarios igual de fastidiados, igual de soñadores, igual de decididos, empiezan a trabajar bajo el emblema de Distrito Colón para devolverle un aire fresco a la ciudad, que incluso ni antes de la situación de emergencia tenía.
El centro de Torreón tiene un rostro harto diferente. Hoy es casi una provocación encontrar mesas en las banquetas y sentarse a tomar un refresco, una cerveza, un café, platicar de la vida, hacer negocios, compartir lo mejor de sí.
Claro que no hemos llegado al final de la historia, todavía. Hay muchos locales cerrados, las banquetas lucen rotas, las fachadas siguen despostilladas, pero ya hay luz, ya hay vida. Hacen falta todavía importantes inversiones, políticas que incentiven a los emprendedores, alianzas y estrategias para sortear los desafíos por venir.
No es complicado decirlo, sí mucho de vivirlo. Tener conciencia de la propia dignidad, del propio valor y de las propias fuerzas, simultáneamente conciencia de pertenecer a un colectivo donde el destino nos ha colocado y para con el cual tenemos obligaciones. Así de fácil, así de complicado.