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Testimonios de un estrés hídrico permanente

A la ciudadanía

MANUEL VALENCIA CASTRO

Eran alrededor de las seis y media de la mañana, estábamos subiendo el equipo y el material a la camioneta, prácticamente estábamos listos para iniciar nuestro recorrido hacia un lugar que previamente habíamos seleccionado. Nos encontrábamos en uno de esos ejidos del mal llamado semidesierto que pertenecen a los municipios más alejados de la Comarca Lagunera, y aun más de la atención de las autoridades estatales y federales.

Agradecimos a las personas que nos habían facilitado una habitación con una cama para descansar la noche anterior, y emprendimos nuestro recorrido. Terminaba el verano y la mañana estaba fresca, pero sabíamos que al medio día el sol abrasador cambiaría la temperatura y nos provocaría deshidratación si no tomábamos agua con frecuencia y suficiente, de manera que nos aseguramos de llevar el agua que aún nos quedaba, y que según nuestros cálculos, completaríamos para ese último día de trabajo de campo. Por otro lado, puesto que el trayecto era corto, decidimos regresar a comer al pueblo, aprovechando la buena disposición del profesor de la telesecundaria, quien consiguió que una de las señoras del ejido nos cocinara.

Trabajamos hasta las cuatro de la tarde, describir el matorral era el motivo de nuestra tarea, y como las plantas que lo componen son arbustos pequeños o medianos, que cuando mucho nos daban a la cintura, no tuvimos nunca una sombra para guarecernos. Estuvimos expuestos al sol alrededor de nueve horas y gracias a la poca agua que llevábamos pudimos pasarla bien, aunque con algo de sed. Lo cual era controlable, ya que nuestra expectativa citadina nos alentaba y nos hacía pensar que llegaríamos a la tiendita del ejido en la que nos estarían esperando unos refrescos helados que acabarían con la sed y calmaría la asoleada, santo remedio. No cabe duda que "camina en el desierto y entonces notarás el valor del agua."

Con lo que no contábamos era que el encargado de la tienda cerraba a las tres de la tarde y en ocasiones ya no habría porque se iba a hacer sus labores o a cumplir con sus pendientes. Además, la escasez de mercancías y el bajísimo poder adquisitivo de los clientes, obligaba poco y por lo mismo, se cerraba con frecuencia durante el día, sin tener un horario regular. Nosotros regresamos a las cuatro y media, nos fuimos directos a la tienda, gran decepción nos llevamos cuando vimos el candado en la puerta, se nos cayó la expectativa como un castillo de naipes, todos callamos, yo sabía que la decepción se convertiría en esa ansiedad molesta y desesperante que te provoca la falta de agua. Hicimos el último intento yendo hasta la casa del tendero, pero no lo encontramos, se había ido a buscar unas vacas y se llevaría toda la tarde.

No faltó quien le echara un ojo a nuestra hielera, pero todos sabíamos que su contenido eran unas cuantas latas que flotaban en un caldo enriquecido por la tierra de las manos que durante tres días entraron y salieron.

Era la hora de comer, el profesor de la telesecundaria ya nos estaba esperando en el lugar previsto, y nos encaminamos a donde comeríamos. Llegamos a una casa de adobe, típica del lugar, con dos macetas a cada lado de la pequeña puertecita por donde entramos directamente a la cocina. Aún encandilados, una señora muy amable nos invitó a que nos sentáramos. Poco a poco nuestra vista se fue a adaptando a la luz de la habitación, y la verdad quedamos perplejos ante lo inesperado del recibimiento: una cocina austera y modesta de madera y lámina con alacenas, módulos de piso y estufa de gas, así como diferentes electrodomésticos acompañaban al antecomedor que había sido arreglado con un bonito mantel, platos de porcelana, cuchillo, tenedor y cuchara, bueno, bueno, completamente atípico, nada parecido a lo que habíamos visto en otras viviendas. El olor de la comida de rancho, insuperable como siempre, hizo que nos olvidáramos de la sed intensificada por el chasco de la tienda, olorosos platos de sopa y guisado empezaron a circular y las tortillas recién hechas se pusieron en el centro a un lado de una hermosa jarra de vidrio que estaba repleta de agua. Con la emoción de la comida, no nos dimos cuenta que el agua parecía haber sido preparada con algún tipo de fruta. Luego de sentir la primera enchilada de la comida, nos servimos el primer vaso de agua y al tomarla nos dimos cuenta que no era lo que todos esperábamos, no había tal agua de frutas, era agua natural con un alto grado de turbidez, que para nosotros, los citadinos, fue muy fácil suponer que era una limonada.

Cruzamos miradas, vimos al profe, éste tomó un vaso lo llenó y lo tomó de un sorbo, fue un mensaje claro: síganle. Comimos con singular alegría y saciamos nuestra sed con aquella agua que no dejaba de preocuparnos.

El arroyo del pueblo que pasa muy cerca de éste, se había secado y la única fuente de agua disponible en ese momento era el jagüey o tanque de agua que se construyó poniendo un bordo de tierra perpendicular a alguna corriente, así se capta el agua de lluvia y se asegura el agua para el ganado. De este charco, donde tomaba todo tipo de ganado y fauna silvestre, los cuales se adentraban al mismo, haciendo sus necesidades fisiológicas en el agua, se llevaba el agua para consumo humano.

No tardamos en darnos cuenta que había muchos enfermos del estómago en el pueblo.

Muchas críticas pueden hacerse a estas personas, pero me pregunto si aun filtrada el agua y hervida, después de ver las heces y orines de los animales en el agua del jagüey, ¿ustedes la tomarían?, yo creo que no. Muchas personas piensan que estas situaciones sólo se presentan en países de África, y no se dan cuenta que en buena parte de los municipios rurales laguneros, muy cerca de nuestra caótica zona metropolitana, beber agua como la descrita, es una situación cuasinormal y además permanente.

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