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Una vida longeva

GILBERTO SERNA

El anciano marchaba titubeante por la acera, tanteando su avance con un bordón, moviendo torpemente los pies no obstante que le llevaba cogida la mano un niño de cuatro años de edad que guiaba sus pasos. Su cabello era blanco al igual que su bigote y la poca crecida barba que poblaba sus mejillas. De rostro enjuto, tenía la mirada perdida en la oscuridad de su invidencia. Uno de sus nietos la hacía de Lazarillo. En el Torreón de los años treinta recuerdo como en un sueño a mi abuelo paterno. Murió al poco tiempo, no sé si de vejez. Muchos años han de pasar, pero no olvidaré la lividez de su rostro, reposando su cabeza entre satines y brocados de una mullida almohada, vestido con saco y corbata, sus arcos ciliares mostraban los estragos del tiempo, hundidos los globos oculares en el insondable misterio de aquel que se asoma al más allá.

A esos pocos años, hasta donde se remontan los débiles recuerdos de una infancia, miraba a los hombres ya viejos a los cuarenta y ancianos a los cincuenta; eso creía entonces.. Y los conocía a todos, en ese Torreón pueblerino, pareciéndome cada uno de ellos un monarca por el aire respetuoso que emanaba de sus presencias austeras. Eran monumentos provenientes de una época victoriana en las que aún las costumbres no se relajaban. Había un elevado concepto del honor y la palabra empeñada valía tanto o más que una rúbrica estampada en un papel. Tenían asimismo un alto sentido del qué dirán, preocupándose por que la realidad coincidiera con las apariencias. Eran gente de una educación en que aun el ceder el paso a una dama, descubriéndose la cabeza no era considerada una cortesía anacrónica.

Una vida longeva es un reto a las acechanzas que los tiempos modernos han ido colocando al paso de los que estamos envejeciendo en estos días. Es poco el ejercicio que algunos hacemos, preocupados por la aceleración de los minutos que impiden perder el tiempo en trasladarse de un lado a otro en una ciudad que ha crecido como la nuestra.. La comodidad es parte de los desvelos de una humanidad que se fue hundiendo en la haraganería. Los inventos del ser humano han sido en parte responsables de que no nos molestemos en levantarnos ni para cambiar el canal en la televisión. Eso junto con los cambios en los hábitos alimenticios han ido destruyendo poco a poco nuestros estómagos con sofisticadas comidas artificiales. Las tensiones que le produce un agitado conglomerado disminuyen perceptiblemente el ciclo vital del hombre..

Una vida sana en las grandes ciudades, donde la incuria social ha permitido se respire una atmósfera pestilente, es casi imposible. La tercera edad sin achaques en que se han aquietado las emociones que nublan el entendimiento, podría ser la quimera que buscamos quienes queremos encontrar la verdad. Los minutos al acelerarse logran vivirse intensamente regresando al misticismo de una existencia que consideramos está a punto de trascender. Son las horas del invierno las que punzan con los recuerdos de lo que hicimos y lo que dejamos de hacer. La senectud vuelve sabios a los hombres. Si Juan Ponce de León hubiera encontrado la mítica fuente de la eterna juventud o al igual que el Fausto enamorado pudiera rejuvenecer pactando con el Malo, aun así por nada del mundo me perdería la oportunidad de conocer lo que hay al otro lado de las sombras. Descanse en paz el amigo Ramón Sotomayor Woessner.

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