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Perspectiva

GERARDO HERNÁNDEZ

Al poder sólo deberían llegar quienes tienen más que perder (nombre, buena opinión, respetabilidad, honor) y no al contrario, como sucede en México. Ese trastrocamiento explica la resistencia del PRI y su cómplice Verde para establecer un Sistema Nacional Anticorrupción real y efectivo, no un remedo como el que aprobó la Cámara alta el 14 de junio, posible por la ausencia o abstención de los siete senadores del PT, cuatro del PAN y tres del PRD. Entre los petistas figuran Manuel Bartlett, quien, como militante del PRI y secretario de Gobernación, declaró a los empresarios, a la Iglesia y a la derecha enemigos de México para justificar el "fraude histórico" de 1986 en Chihuahua.

La corrupción se ha generalizado en el sector público y en los partidos. Pocos presidentes de la república, líderes partidistas (Manlio Fabio Beltrones y Jorge Emilio González, por citar los casos más notables), gobernadores, alcaldes e infinidad de secretarios de estado, diputados y senadores, como Emilio Gamboa Patrón, podrían acreditar la legalidad de sus fortunas. La excepción es Ernesto Zedillo. Sólo en México y Coahuila puede un modesto empleado público dejar la cámara fotográfica para convertirse en pocos años en funcionario todopoderoso, proveedor del gobierno al mismo tiempo y dueño de una mansión millonaria y un estilo de vida jamás imaginado.

Ronald Reagan cuenta en sus memorias Una vida americana que, cuando fue gobernador de California y presidente de Estados Unidos (dos veces en cada ocasión), no invitó a sus amigos a la administración, sino a empresarios, profesionistas y científicos exitosos. El argumento era sencillo e irrebatible: si el país les había brindado la oportunidad de triunfar y volverse ricos, era hora de compartir sus habilidades y experiencia para engrandecerlo más, y dejarles a sus hijos una nación más poderosa. Si aceptan, les dijo, trabajarán más, ganarán menos, sus vacaciones serán cortas y recibirán críticas por doquier, pero habrán servido a su país. Muchos aceptaron.

En Estados Unidos y en cualquier país del mundo desarrollado también existe corrupción, tráfico de influencias y politiquería. Sin embargo, allá sí se castigan. Richard Nixon renunció en 1974 por un escándalo cuya simiente fue la sustracción de documentos de la sede del Partido Demócrata en el edificio Watergate. El hilo de la madeja condujo al dinero negro que Nixon utilizó en su segunda campaña presidencial y en un intento de encubrimiento desde la Casa Blanca. En México los gastos de campaña -con recursos públicos y de origen desconocido- se exceden en cada elección, y como si tal cosa.

Los Papeles de Panamá pusieron al descubierto una empresa del primer ministro islandés, Sigmundur David Gunnlaugsson, y de su esposa, en un paraíso fiscal. La ciudadanía protestó en las calles y el premier renunció a los pocos días. En México, Juan Armando Hinojosa, el contratista favorito del presidente Peña Nieto desde que era gobernador del Estado de México, utilizó los servicios del mismo despacho Mussack Fonseca. En su caso, para esconder 100 millones de dólares cuando la tormenta por la Casa Blanca, que vendió a la pareja presidencial, había arreciado. ¿Hubo castigo? Ninguno.

En México, más de 634 mil personas firman la iniciativa ciudadana de Ley 3de3 para integrarla al Sistema Nacional Anticorrupción, y los senadores del PRI y el Verde la pisotean y adulteran para proteger las fortunas de ellos y sus jefes -el presidente y los gobernadores-. Con un Peña Nieto reprobado por la mayoría, y un PRI castigado en las urnas por la corrupción, se comete el absurdo de aplicar la 3de3 a los empresarios y no a los políticos ladrones.

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