La educación en México fracasa porque, en vez de ubicarnos en una historia, la nuestra, nos atiborra de innumerables datos historiográficos, fragmentados y descontextualizados, que en el mejor de los casos sirven sólo para presumir erudición, pero que no ayudan a comprender y solventar los problemas de la cotidianidad.
Ninguna situación aparece de la nada. Todo tiene un origen que no necesariamente es cercano en el tiempo ni en el espacio. Sin embargo, nuestra pobre consciencia histórica nos hace asumir los problemas como si surgieran de pronto, sin antecedentes y sin consecuencias.
Se sigue, entonces, que intentamos soluciones parciales, que de manera ocasional logran efectivamente algunas mejorías, pero que en el largo plazo no se pueden sostener y, peor aún acarrean otros problemas, a veces, más graves que el que se intentó resolver.
Pareciera, además, que no somos capaces de apreciar que las circunstancias cambian; que las realidades, si bien no efímeras, son pasajeras; algunas logran sostenerse por largo tiempo, pero necesariamente caducan para plantear nuevos escenarios.
Eso que desde la historiografía -que tiene sus orígenes apenas en el siglo XIX- llamamos "hecho", invariablemente tiene lugar en un contexto que le brinda un sentido específico. Ninguna comprensión que valga la pena puede ser lograda si se arranca el suceso del escenario histórico que le dio lugar.
Desde la descontextualización de los "hechos", la historia toda parece una misma. Por eso no aprendemos de ella. Porque aprender historia más que memoria hace falta esa capacidad para distinguir cada evento en su particularidad; lo que no puede lograrse si sólo se mira un "hecho" a la vez.
Nuestro país tiene graves problemas y seguimos esperando la llegada de un mesías para que los resuelva. Nada hemos aprendido en todos estos años. Las promesas falsas siguen funcionando precisamente porque estamos ante la única circunstancia histórica que parece no cambiar sino para agravarse: nuestro ahistoricismo autoinculcado.