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Al Larguero

CON CARIÑO PARA JORGE GALVÁN, MIGUEL ÁNGEL TOVAR Y RICARDO LUNA

ALEJANDRO TOVAR

Los terrores repentinos, alarman hasta el hombre más valiente. Así nos sentimos aquella marejada de fans copando el viejo Estadio Corona, el 22 de diciembre de 1996 cuando el líder de la escuadra rojiblanca, Alex Aguinaga se juntó con el temible Ricardo Peláez, goleador estelar y el pase le quedó un poco largo, así que la prendió arriba con un violentísimo disparo desde 35 metros que se clavó en el ángulo superior derecho de José Miguel. Finalizaba el primer tiempo y ese golazo era el 2-1 (2-2 global). Sabía Alfredo Tena que debía sacudir a su gente y que el primer deber del hombre es vencer el miedo. Sin haberse librado de él no es posible hacer nada.

Centró todo mundo la esperanza en el hombre que podía cambiar el destino que Manuel Lapuente quería robarse con Edson Alvarado entrando por izquierda, mientras Peláez, Luis Hernández y Ratón Ayala, delanteros eléctricos se batían frente a Lupe Rubio, Paco Gabriel, Pedro Muñoz y Ricardo Wagner, con Miguel España delante de ellos, como escudo de futbol y de alma, ese hombre sólo era Benjamín Galindo y no podía dejar espacios para la duda.

Hoy, uno advierte que la vejez tiene gran sentido de sosiego y libertad, porque fuimos abandonados por las pasiones pero ese día justo, todos éramos un volcán que acumulaba una ilusión siempre acariciada y una esperanza que se negaba a morir. Como sabiendo eso, el maestro Galindo se dispuso a dar su exhibición de juego y arte, manejando los dos perfiles, citándose con la pelota como el bailarín con su pareja. Todo lance elegante y atractivo, con los zapatos brillantes.

El rezo en la tribuna era con doble frecuencia; uno, por el final apetecido y otro, porque los fantasmas no regresaran hasta después de navidad y ahí estaba Benjamín, el compositor de imágenes, hasta que de pronto se descuelga a un largo espacio por izquierda y galopa como el jinete en la niebla. De izquierda su centro preciso a segundo palo, donde Jared la baja para Caballero que marca el tercero. El epílogo es conocido.

Ese domingo maravilloso, después de las seis de la tarde aquello era una posada popular donde todo mundo se abrazaba, donde todos tenían sonrisas enormes, mientras los jugadores más protagonistas que nunca, eran ya, parte de una historia y más héroes que nunca. Casi como actores cinematográficos porque el pueblo todo reaccionó de inmediato en una fiesta absoluta. Los que despertaron de esas dos horas memorables y lograron estabilizarse en calma, se dieron cuenta de que no habían olvidado lo que es llorar de alegría.

Arcadiotm@hotmail.com

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