Baudelaire en el básquet
Las bestias cuando han atacado para satisfacerse, una vez saciado su instinto lo olvidan, según se ve en los documentales de la tele abierta. Lo olvidan o lo orientan hacia otro objetivo. Parece que no son sinestésicos, que no necesitan satisfacer simultáneamente varios sentidos (o todos), como sí ocurre en los seres humanos primitivizados.
Si observa a los aficionados que asisten a los juegos de básquet en el auditorio municipal de Torreón, uno se asombra de la insaciabilidad de sus ojos que siguen las peripecias del juego, pero también la de su garganta que no deja de deglutir lo comible y la de sus oídos que gozan como bateristas los altos decibeles del sonido animador y otros ruidos.
El olfato tal vez no sea tan complacido por los aficionados, o no lo es de manera consciente pero sin duda el olor de las condimentos de las pizzas, el doméstico comercializado de los burritos y las gorditas, el de las palomitas (antes “crispetas”) y el sutil, familiar y abundante de las semillas han de seducir el sentido que se aloja en la nariz.
Si uno llega cuando el partido ya está comenzado el primer sentido que se ataca, literalmente se ataca por los altísimos decibeles, es el oído. Lo acometen no sólo el sonido musical y los gritos del animador que vocifera mediante el micrófono como si estuviera en la Alianza sino los aficionados que van dotados de tambores, tamboras, matracas y otros instrumentos.
Claro que no nada más esos ruidos asaltan los oídos, se les suman los propios de la afición que son gritos y chiflidos, individuales y en coro. Estos últimos usados más bien para agredir a los contrincantes del equipo local y muchas veces son desatados por el animador que inflamado de chovinismo grita por el sonido: ¡Que se sienta que a los Jefes en su casa se les respeta!
Y cuando el equipo visitante tiene tiros libres el grito del animador es de “ruido”, “ruido”, “ruido”, para conseguir la desestabilización de los nervios del jugador contrincante no por el efecto en su estado anímico, sino por la hipertrofia de sus oídos. Por lo demás, los jugadores son profesionales y las más de las veces frustran la intención del gritón del micrófono.
Ya sentado uno en su lugar, lo más seguro es que verá a sus vecinos que ingieren lo mencionado antes acompañado de cerveza, agua o coca, en las galerías; bebidas seudosofisticadas en las gradas y en los “palcos” vecinos de la cancha y también aquellas bebidas populares. La basura se va acumulando y en ella predomina la de cascaras de semillas. Si a otros lugares se les puede calificar de bicicleteros, el nuestro merece ser considerado semillero.
Ver el juego entre el equipo de los “Jefes” (nombre refulgente en nuestra narcoépoca), hipertrofiar la garganta con comida y bebida, aturdirse con música, gritos, chiflidos y ruidos, dejarse seducir el olfato por los aromas de los comestibles, acciones simultáneas para el placer de los sentidos haría a Baudelaire escribir otro soneto “Correspondencias” para execrar al deporte.
En la sede de los Jefes durante los encuentros predomina el instinto, la voracidad de los sentidos: los ojos siguiendo las peripecias del juego, los oídos solazándose con los ruidos primitivos, el olfato y el gusto con los olores y los sabores de los comestibles de ocasión. Diría de otra manera Baudelaire aquellos sus versos “vasta como la noche y cual la claridad / se responden perfumes, colores y sonidos”.
Lejos, en los inconfesables y oscuros rincones de la nostalgia quedan aquellos juegos nocturnos en la cancha poniente de la escuela Centenario con los que se solazaban solamente los ojos siguiendo los desplazamientos y las estrategias del Torreón Campeón (así se llamaba el equipo favorito) sin necesidad de obedecer otros llamado del instinto mediante los otros sentidos.
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