EDITORIAL Caricatura editorial columnas editorial

Calina

FEDERICO REYES HEROLES

Las lluvias nos regalan esos cielos transparentes, con formaciones nubosas potentes, amenazantes, que viajan cargadas de agua, nubes que las tierras mexicanas esperan sedientas. Allí están esos celajes maravillosos capturados por José María Velazco. Pero esas vistas embrujantes sólo nos visitan con las lluvias. A decir de Rulfo, México sólo tiene dos estaciones, la de lluvias y la de secas, la de los cielos inolvidables y la de la bruma, ese estiaje en que la calina es reina. En ésa estamos.

En las secas los cielos abiertos son sólo un recuerdo. Las miradas buscan el horizonte, pero allí está siempre esa bruma blancuzca que deslava los colores y todo lo abraza. Ya es parte de nuestra forma de vivir, a nadie asombra, la hemos incorporado al paisaje. La calina es muy mexicana, como lo son los ríos color chocolate que frente a nuestros ojos se llevan al mar una cantidad incuantificable de materia orgánica, que requiere siglos para formarse. Los mexicanos dejamos ir lo que otros atesoran: humus. No lo retenemos en las montañas, en los bosques o en las simples laderas. Talamos para juntar la leñita, talamos para introducir ganado, talamos para eliminar a esos seres vivos que nos incomodan porque arrojan hoja, árboles en edad reproductiva, talamos en zonas inclinadas sin pensar en los deslaves y aluviones que eso genera. Alrededor de 75 % del territorio nacional está en proceso de erosión y dos tercios de México ya es desértico o semidesértico. Nuestra capacidad de destrucción no tiene límites.

El estado mexicano ha sido hasta ahora incapaz de contener la tala, incapaz de cuidar nuestra casa, incapaz de lograr un mínimo control sobre las selvas y bosques. Pero la madera no es un polvito blanco que se esconde en una cajuela, la madera tiene un gran volumen, se ve a la distancia y además pesa y mucho. Y sin embargo esa madera clandestina circula por nuestras carreteras y los cuerpos policiacos no la ven. Lo mismo ocurre con los incendios que nos invaden en esta época. Si se sobrevuela el territorio nacional se verán esas enormes columnas de humo que delatan la quema, una de nuestras peores tradiciones. Los mexicanos seguimos utilizando al fuego como instrumento de limpieza. La barbarie revivida. Pero los incendios provocados son también invisibles para la autoridad.

Son esas gigantescas columnas de humo las que alimentan a la calina, nuestro muy particular engendro. Quemamos los pastos naturales con el afán de explotar esa ligera capa de humedad subyacente, oculta, silenciosa, humedad necesaria para la supervivencia de los árboles que aguardan a las lluvias. Y claro, al prenderle fuego a los pastos sacamos la última reserva de humedad para darle continuidad a la vida. Pero también quemamos la paja que queda en nuestras tierras de cultivo. Quemando es más fácil limpiar las tierras, no hay duda, aunque con el fuego llega la muerte. Porque esa paja o rastrojo como le decimos en México, es materia orgánica que debería transformarse y convertirse en humus. En lugar de respetar el proceso de regeneración de la tierra, al quemar los pastos o los cañaverales o lo que sea, lanzamos al cielo anualmente miles, cientos de miles de toneladas de materia orgánica a flotar sobre nosotros. Así engendramos a la malvada calina, ese monumento a nuestra ignorancia y desdén por la vida.

La tala, los ríos chocolate, la calina son síndromes de la misma enfermedad, son el dramático retrato de algo perverso en la relación de los mexicanos con nuestro medio ambiente, con la naturaleza, con la vida misma. La enfermedad se caracteriza por un profundo desprecio hacia el futuro, hacia la vida en sus diferentes formas de expresión y se desnuda en el maltrato a los animales, léase burros que transportan maderita, pero que van llagados; caballos amarrados del cuello que pastan en los acotamientos de las carreteras, allí donde yacen los cuerpos despedazados de perros que nunca tuvieron un amo. Reses escuálidas para las cuales nadie tiene alimento. Puercos que husmean los pisos polvosos de los patios en busca de lo que sea para sobrevivir. La contradicción no podría ser mayor, todos esos animales son útiles al ser humano y, sin embargo, el maltrato es la constante. En el mar el asunto no es diferente, las pescaderías mexicanas caminan al colapso. Y qué decir de los ríos, la mayoría muertos. Los pocos supervivientes casi siempre ya están amenazados. Es una tragedia. Pero nosotros nos mofamos de ello, de hecho cantamos nuestra tragedia, la vida no vale nada, ni la nuestra ni ninguna otra.

Como cada año llegaron las secas, la Semana Santa y con ella millones de mexicanos salen a convivir con la calina, como siempre lo hemos hecho, como si fuera una expresión más de la naturaleza, cuando en realidad es una de nuestras grandes vergüenzas nacionales.

Leer más de EDITORIAL

Escrito en: Federico Reyes Heroles

Comentar esta noticia -

Noticias relacionadas

Siglo Plus

+ Más leídas de EDITORIAL

LECTURAS ANTERIORES

Fotografías más vistas

Videos más vistos semana

Clasificados

ID: 1208253

elsiglo.mx