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Canto en los cipreses

JUAN VILLORO

Rafael Tovar y de Teresa fue un hombre cordial, culto, honesto y optimista en un país que se le parece poco.

Lo conocí hace treinta y seis años cuando me invitó a trabajar como agregado cultural en la Embajada de México en Berlín Oriental, a sugerencia de Ricardo Guerra, filósofo al que José López Portillo había nombrado embajador para confirmar su condición de "hegeliano no ortodoxo".

Rafael tenía entonces veintiséis años, dirigía Asuntos Culturales en Relaciones Exteriores y había estudiado Derecho en la UAM-Azcapotzalco. En El loro de Flaubert, Julian Barnes señala que toda vida se define por la "pacificación de apócrifos", es decir, por aceptar lo que somos pero también lo que pudimos ser. Carlos Prieto y Jorge Volpi han subrayado el talento musical de Tovar. Otra de sus posibles vocaciones fue la de novelista, que no se privó de ejercer. No es casual que su brazo derecho en Asuntos Culturales fuera Sergio Pitol.

Tovar ocupaba el cargo sin más antecedentes que ser yerno de López Portillo. En uno de sus muchos actos de favoritismo, el presidente le había dado una oportunidad excepcional. En este caso, el capricho resultó un acierto: Tovar demostró que no buscaba el poder en sí mismo y nunca traicionó sus convicciones.

En la Embajada de México en París trabajó al lado de Jorge Castañeda padre, uno de los mejores diplomáticos que ha tenido este país. Contribuyó a crear el Conaculta, el Fonca y la Secretaría de Cultura. De manera inaudita, logró consensos en el avispero del medio artístico, anteponiendo las prioridades de los creadores a las suyas o, mejor dicho, haciendo suya la prioridad ajena.

En el sistema político mexicano desempeñó un papel semejante al que Octavio Paz reconoció en Torres Bodet: "No fue un cortesano ni un ideólogo [.] Fue un hombre tolerante y civilizado, no un cruzado ni un inquisidor [.] Lo recordamos no por sus combates sino por sus obras y por las instituciones que fundó". No buscó cargos a cualquier precio ni pactó con posturas en las que no creía.

Felipe Calderón lo invitó a dirigir los festejos del Bicentenario. Tovar conocía en detalle los sucesos del Centenario en tiempos de Porfirio Díaz por haberlos evocado literariamente. Celebró la oportunidad de revisar de manera crítica nuestra historia, pero se encontró con un oprobioso entramado de corrupción (cuyo emblema sería la Estela de Luz) y abandonó el cargo. Al respecto, Rafael Cardona comentó en +La Crónica+: "Poco a poco lo vi desencantarse en medio de una burocracia implacable y envidiosa; una mezquindad financiera feroz y una incomprensión propia de quien nada entendía: el presidente Calderón, quien tras el fracaso, hoy se ufana en oportunista tuiteo de haber tenido a Tovar en su equipo. Lo tuvo, pero no lo retuvo. Tampoco lo mereció".

Como gestor, Tovar puso énfasis en la protección del patrimonio y el apoyo a los creadores. Estos ejes imprescindibles requieren de otro: la creación de públicos. La gran asignatura pendiente es incorporar a amplios sectores de la población a la cultura. Si eso se logra, serán ellos quienes la defiendan. Por el momento, en la Ciudad de México, para la mayoría de la gente Bellas Artes no es otra cosa que una estación del metro.

Tovar luchó con denuedo para cambiar el país y lo hizo en forma hedonista. La última vez que lo vi, en la entrega del Premio Joaquín Xirau de Poesía, comentó: "Lo importante de esto es que nos divierte". El entusiasmo fue su signo.

En alguna ocasión me pidió que leyera el borrador de una novela que estaba escribiendo sobre una familia aristocrática venida a menos que vivía en una casona en la que había que hacer cola para entrar al único baño. Exigió una crítica "de verdad", con la sinceridad que puso en todos sus empeños.

En ese mismo tono hablamos de otros libros. Antes de hacer un comentario, Rafael agitaba su melena de director de orquesta y pasaba un dedo por el cuello de la camisa, que siempre le apretaba. El gesto precedió su elogio de +Bella del Señor+, la irónica y erudita novela de Albert Cohen. En la última escena, los protagonistas sellan un amoroso pacto de muerte y se despiden oyendo "un canto a lo largo de los cipreses, canto de los que se alejan y ya no miran".

Esa música acompaña a un conciliador cuyo único alarde radical fue su partida, una señal de la enorme falta que nos hace.

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Escrito en: Juan Villoro

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