Anteayer, sábado 23 de abril, se cumplieron 400 años de la muerte del insigne escritor español Miguel de Cervantes, autor de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.
Si a lo largo de su existencia, de casi 69 años, no le fueron reconocidos por sus contemporáneos sus grandes dotes como escritor, los valiosos servicios prestados a su patria y su incomparable maestría para describir la naturaleza humana, en particular como se manifestaba en la vida del pueblo español de su tiempo, menos aún tuvo tal reconocimiento en el momento mismo de su muerte.
Como si se tratara de un personaje sin relevancia, recibió en vida y al menos durante el siglo y medio que siguió a su muerte, el trato que se aplica a cualquier desconocido. Después de su largo cautiverio en Argel, donde estuvo en condiciones prácticamente de esclavo, cuando más necesitó de medios económicos para subsistir, solicitó al rey se le asignara en América alguno de los cuatro cargos de menor categoría que detectó vacantes, y recibió la burocrática respuesta de: “Busque acá dónde se le haga merced”. ¡Qué injusticia! En 1780, es decir, más de 150 años después de su muerte, apareció una mejor biografía del genial escritor español. Fue elaborada por el teniente coronel y académico Vicente de los Ríos y se incluyó en una espléndida edición de El Quijote publicada en dicho año por la Real Academia Española.
En esa “Vida de Miguel de Cervantes” escrita por De los Ríos, éste dice que su biografiado mantuvo una gran serenidad “hasta el último punto de su vida. Otorgó testamento dejando por albaceas a su mujer Doña Catalina de Salazar, y al Licenciado Francisco Núñez…mandó que le sepultasen con las Monjas Trinitarias, y murió a 23 del expresado mes de Abril, de edad de 68 años, 6 meses y 14 días.”
A continuación viene el siguiente párrafo, que se transcribe íntegro: “Su funeral fue tan obscuro y pobre como lo había sido su persona.
Los epitafios que compusieron en alabanza suya no merecían haberse conservado. En su entierro no quedó lápida, inscripción ni memoria alguna que le distinguiese, y parece (si es lícito decirlo) que el hado siniestro, que le había perseguido mientras vivo, le acompañó hasta el sepulcro para impedir que le honrasen sus amigos y protectores”.
Algunos años después, en 1797, el académico Juan Antonio Pellicer preparó una nueva y más extensa biografía de Cervantes, que se incluyó en otra edición de El Quijote publicada ese año. En esta nueva “Vida de Miguel de Cervantes”, Pellicer escribe lo siguiente: “Después de una enfermedad de siete meses murió finalmente Miguel de Cervantes… En cuyo día 23 de Abril y año de 1616 murió también el célebre poeta Guillermo Shakespeare”.
En otro pasaje dice: “La pobreza del aparato fúnebre con que fue sepultado Miguel de Cervantes, y la obscuridad con que vivió, pudieran reducirnos a la memoria los sucesos de la vida y muerte de Luis de Camoens, famoso poeta portugués, entre los cuales se observa mucha conformidad y semejanza”. Y menciona Pellicer al efecto una larga serie de datos comparativos, de pobreza y desventuras, que hacen parecidas las biografías de ambos escritores.
Con las siguientes palabras concluye Pellicer la biografía del autor de El Quijote: “Cervantes –dice- permanece olvidado todavía en el sepulcro, que también se ignora, sin saberse cuándo alguna mano benéfica y patriótica le redimirá de aquellas tinieblas, sacándole a la luz de un magnífico cenotafio [monumento funerario en el cual no está el cadáver del personaje a quien se dedica], donde quedase inmortalizada la memoria del bienhechor con la del autor de la incomparable Historia de Don Quijote”.
Recordará el lector que hace un par de años fueron objeto de mucha publicidad los trabajos realizados en Madrid para identificar y rescatar los restos de Cervantes. Todo parece indicar que se trató de otra falta de respeto a su memoria. Pero ésta, es otra historia.
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