A Los seres humanos nos resulta fundamental la capacidad para distinguir. No exagero. Saber, por ejemplo, qué podemos comer y qué no, nos puede salvar la vida. No obstante, vivimos una época en la que se nos complica realizar aún las distinciones más necesarias.
Circulamos por las calles y, por lo que puede observarse, no podemos distinguir lo que es seguro de lo inseguro; de ahí que incurramos constantemente en imprudencias que nos ponen en riesgos innecesarios, a nosotros y a quienes tienen la mala suerte de atravesarse por nuestro camino.
Tampoco distinguimos ya, con facilidad, los sitios en los que podemos hablar en voz alta de aquellos en los que nuestro silencio es requerido. Por alguna razón, nos ha dejado de importar que nuestro ruido perturbe a otros, no importa si están tratando de poner atención a un discurso o si intentan desplegar sus dotes artísticos. Sentimos siempre que, lo que vayamos a decir, es más importante que cualquier otra cosa que se encuentre ocurriendo.
No podemos distinguir una fuente informativa confiable de una que publica mentiras. Las redes sociales son testigo de cómo nos dejamos llevar por notas sensacionalistas, que traicionan todos los preceptos de la ética periodística. Lejos de dudar de la veracidad de lo difundido por esos medios charlatanes, la compartimos ayudando así a esparcir la falsa información.
Caso alarmante es nuestra creciente imposibilidad para separar lo público de lo privado. Se nos ha olvidado que la intimidad debe permanecer oculta para los demás. No tenemos pudor alguno para dar a conocer nuestras cuestiones personales. Y, con esa misma falta de decoro, quienes administran lo público se lo embolsan groseramente, haciendo que la actividad política quede reducida a un acto de saqueo.
Los servidores públicos, tampoco pueden distinguir a quien deben favorecer con sus acciones y decisiones; por eso, terminan sólo sirviéndose a sí mismos y a los grupos sectarios a los que pertenecen. No pueden hacer una clara separación entre los asuntos que son prioritarios y los que no; por eso, su accionar es caprichoso y arbitrario.
Las autoridades de los tres niveles y poderes, no logran diferenciar entre su realidad, rodeada de lujos y todo tipo de comodidades, de aquella que enfrenta la mayoría de los mexicanos. De ahí lo banal de sus decisiones, que no terminan por empatar nunca con las verdaderas necesidades de una ciudadanía que, hay que decirlo, tampoco sabemos distinguir, en muchos casos, entre un buen candidato y uno que no lo es.
A los mexicanos nos urge recuperar nuestra capacidad para distinguir pues, a juzgar por nuestras acciones y decisiones, estamos cada vez más confundidos.