Cuando conversamos exhibimos cualidades que definen nuestra personalidad. El tono de voz, los ademanes, los gestos, etc., convierten a las personas en únicas, ello las distingue de los demás. Cuando se abusa de la conversación y convertimos a nuestro interlocutor en un receptor pasivo además de revelar algunos caracteres de nuestra personalidad como el narcisismo -la percepción del entorno del que habla mucho gira alrededor de él mismo-, otras personas hablan sin parar, tratando de ocultar su ignorancia en determinados temas. En todos los casos de verborrea - síntoma que en psiquiatría se usa para indicar la incapacidad para mantenerse en silencio- existe un factor común: ansiedad crónica transformada en elocuencia, la cual perjudica la vida social del afectado y le impide desarrollar relaciones normales y equilibradas que aporten valor a su existencia.
Hay tres etapas cuando uno participa en una conversación con otra persona o personas. En la primera, uno habla y trata de ser conciso y relevante. Sin embargo, inconscientemente descubrimos que entre más hablamos, más nos sentimos a gusto, nos liberamos de tensiones cuando hablamos sin parar, pero ese exceso no le cae bien a nuestro interlocutor. Esta es la segunda etapa, cuando nos sentimos muy a gusto por estar hablando, nos sentimos tan a gusto que ni siquiera nos percatamos que la otra u otras personas ya ni siquiera nos están escuchando.
La tercera etapa -y esto sucede más en las personas que ya están en la tercera edad o que ya andan muy cerca de ella-, ocurre cuando uno "pierde el hilo" de lo que estaba diciendo, "se nos va el avión" y nos damos cuenta de que debemos dar continuidad a lo que estamos diciendo para lograr la atención de la otra persona. Si durante la tercera etapa de nuestro monólogo pobremente disfrazado de conversación, notamos que la otra persona se está poniendo inquieta, ¿Qué es lo que comúnmente sucede? No tratamos de que nuestro interlocutor participe, no. ¡Hablamos aún más con el objeto de ganar de nuevo el interés de la otra persona!
¿Por qué sucede así? Sobre todo por una razón muy simple: la necesidad de todo ser humano de ser escuchado. Y en segundo lugar, porque al hablar de nosotros mismos, nuestro sistema nervioso genera dopamina -la hormona del placer y la motivación- y eso nos hace sentir muy bien. Una de las razones de que los parlanchines no dejen de hablar es porque se convierten en adictos a ese placer.
Hasta los más renombrados conferencistas y escritores abusan en sus conversaciones. Mark Goulstone, quien escribió el libro "Solamente escucha", en un programa de radio, después de hablar sin parar, su interlocutor y amigo Marty Nemko le dijo al aire: "Mark, para un experto en escuchar, necesitas hablar menos y escuchar más". Después de que Mark se recuperó de ese embarazoso comentario, Marty le comentó algunas ideas para evitar ser un parlanchín., él menciono "La regla del semáforo", la cual, según él, funciona mejor cuando los interlocutores son del Tipo A, particularmente impacientes.
En los primeros 20 segundos de estar hablando, la luz del semáforo está en verde, la o las personas receptoras se encuentran a gusto si nuestros comentarios son relevantes y sobre todo útiles a los demás. Pero, a menos que seamos conversadores extraordinarios, la gente que habla más de 30 segundos continuamente es catalogada como aburrida y parlanchina, la luz del semáforo se torna amarilla por los siguientes 20 segundos - ahora aumenta el riesgo de que la otra u otras personas empiecen a perder el interés en lo que estamos diciendo o a pensar que ya nos pasamos de la raya. Entonces el semáforo se pone en rojo y es mejor que paremos de parlotear.
Cualquiera que sea la causa por la cual hablamos de más -nos hace sentir bien; para aclarar nuestras ideas o simplemente porque cuando nos dan el micrófono no nos gusta soltarlo- ser parlanchín nos evitará el dialogo y no permitirá que nuestras relaciones con otros prosperen y sean fructíferas.
Algunas personas son parlanchinas porque tratan de impresionar a los demás y no se dan cuenta de que el efecto de ello es todo lo contrario. Para evitar que esto suceda, la solución radica en la propia persona, en que intente descubrir las verdaderas causas que lo llevan a hablar desmesuradamente y en que aprenda a considerar el silencio como una herramienta importante para reflexionar y aprender a conocerse a sí mismo.
Creo que mi semáforo ya se puso en rojo. Hasta la próxima semana.