El asunto es toral para la anhelada democracia mexicana. El momento es propicio por lo que ocurre dentro y fuera del país. El debate está ya en la mesa y los protagonistas no son sólo los de siempre. A los partidos políticos y organismos empresariales se ha sumado un sector de la sociedad civil. Ya hay un primer consenso, que es punto de partida, entre quienes se interesan por mejorar el desempeño político y la vida pública: se debe dar un paso firme para frenar la corrupción. La discusión entrará en un in crescendo a partir de hoy en el Congreso de la Unión. Las bancadas de los dos principales partidos de oposición irán en bloque para demandar una reforma profunda para combatir la corrupción. Tanto el PAN como el PRD han decidido apoyar uno de los esfuerzos más importantes impulsados por organizaciones civiles, aunque con fuerte patrocinio empresarial: la llamada Ley 3 de 3. Hasta ahora han sido entregadas 632,143 firmas ciudadanas en apoyo a esta propuesta, cifra que si bien representa apenas el 0.77 por ciento de la lista de mexicanos en posibilidad de votar, es seis veces más del número necesario para presentar una iniciativa popular.
La iniciativa Ley 3 de 3 se llama así por las tres declaraciones que se busca sean obligatorias para los aspirantes u ocupantes de cargos de elección popular y cualquier funcionario: la patrimonial, la de intereses y la fiscal. El objetivo es conocer los bienes e ingresos de cualquier servidor público, sus vínculos con empresas privadas que pueden ser proveedoras o contratistas de los gobiernos y el nivel de cumplimiento de sus compromisos ante Hacienda. Pero la propuesta va más allá de esto. La idea, en suma, es crear una Ley General de Responsabilidades Administrativas aplicable para todos los estados que sea una guía de comportamiento del servidor público y en la que se establezcan 10 tipos de actos de corrupción sancionables; una red institucional de prevención y combate; capacidades para la investigación de casos; contrapesos; corresponsabilidad de la Iniciativa Privada; sanciones administrativas para ciudadanos y empresas que participen en actos de corrupción; soporte, protección e incentivo a denunciantes; obligatoriedad de funcionarios a denunciar, y castigos severos a servidores públicos corruptos con la posibilidad de incorporarlos a una lista negra.
A simple vista, se trata de la propuesta más ambiciosa que hasta ahora se ha presentado sobre el tema. No obstante, existen voces críticas que apuntan a que, sin bien significa un buen primer paso, resulta aún insuficiente, ya que no contempla la creación de mecanismos viables para prevenir y castigar la corrupción en todos sus ámbitos. Sin estos mecanismos, existe el riesgo de que, por el peso que se le da a la colocación de los reflectores sobre los funcionarios señalados, la sanción no sea efectiva y se quede sólo en el escarnio público, con el consecuente aumento del ruido mediático, el cinismo de quienes han hecho de la corrupción su forma de aumentar su peculio y el peligro de incurrir en violaciones a la ley de datos personales y atentar contra el derecho a la vida privada consagrado en la Constitución. Pero algunos críticos van más allá, y a lo anterior suman el hecho de que detrás de la iniciativa el componente empresarial es predominante, lo cual puede hacer de la ley resultante un instrumento de presión y negociación de la iniciativa privada más que un verdadero aparato de control de la corrupción.
Pero hay otras características que en algo merman el atractivo de la propuesta. Una tiene que ver con una fuerte carga ideológica centralista bajo la cual se tiende a ofrecer soluciones a partir de una visión unilateral desde la capital de la República sin atender a las particularidades y realidades de cada región. Las condiciones objetivas y subjetivas de los problemas similares que enfrenta el país presentan marcados matices dependiendo del estado y la ciudad. ¿O acaso se puede decir que la situación de un municipio como Cuatro Ciénegas, Coahuila, escasamente poblado y altamente rural, sea la misma que la de una metrópolis como la Ciudad de México o Monterrey? ¿Se puede pensar siquiera que tenga similitud con Monclova, que colinda con él? Dentro de la lógica del centralismo, los problemas de la llamada provincia no se resuelven con la generación de contrapesos institucionales efectivos in situ y la incorporación de los ciudadanos en la transformación de su realidad inmediata, sino con la aplicación de controles y el estiramiento de las riendas desde la capital de la República o, en su defecto, las capitales estatales. Así ha ocurrido con temas como la seguridad pública, el endeudamiento de los estados, la transparencia y el sistema electoral.
Por otra parte, está el hecho de que no se contempla la creación de un organismo completamente autónomo de los gobiernos para la investigación de las faltas administrativas graves, sino que se apela a los ya existentes: las entidades de las auditorías, las contralorías y las secretarías de la función pública. Las primeras dependen de los congresos, las segundas y terceras de los ejecutivos. Este aspecto, junto con el mencionado en el párrafo anterior, conforma la principal debilidad del modelo propuesto. Si en verdad se asume que México es una República democrática y federal, los contrapesos, la participación ciudadana, la independencia de los órganos de control debiera darse desde la base, atendiendo a las realidades de cada municipio. Es evidente que ciudades como Torreón o Saltillo no tendrían tantos problemas en construir sus propias fiscalías anticorrupción como Cuatro Ciénegas u Ocampo, de amplio territorio y baja densidad poblacional. Para éstos tendría que plantearse otra solución, como una institución supramunicipal autónoma y facultada para la investigación.
Al final, lo que establecen los defensores del federalismo es que se trata de crear contrapesos locales; motivar la participación de los ciudadanos para incidir en sus ayuntamientos, el nivel de gobierno más cercano a ellos; construir organismos autónomos de control, y garantizar la aplicación de sanciones legales, lejos del mero escarnio público y respetando los derechos humanos. En síntesis, dotar de dientes al sistema, pero hacerlo desde abajo. Con todo, la iniciativa de ley 3 de 3 es un valioso comienzo para un debate que seguramente no estará exento de acaloramientos y fuertes disensos. Y no es para menos, se trata de romper inercias de décadas, cambiar la forma de concebir y ejercer la política y establecer nuevas formas de interacción entre gobierno, iniciativa privada y ciudadanía en general. Así de grande.
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