La repetición actuará como sedante. Escucharemos la fórmula una y mil veces. "Presidente Trump." Lo que hoy se percibe vomitivo empezará a ser trivial. Dejará de cortarnos el aliento, dejará de indignarnos. El monstruo ha conseguido su victoria cuando deja de ser señalado como monstruo, cuando se le considera parte del paisaje. Se consuma la aberración: se trata al fascista como si fuera un político ordinario.
En el reflejo de la normalización hay una sabiduría y una arrogancia; una prudencia y una temeridad. Sigue siendo digna de aplauso la actitud de los derrotados que reconocen pronto su derrota y ofrecen respaldo a triunfador. Nadie intenta el incendio del campo perdido. Después de una campaña demencial, las piezas de la maquinaria parecen reencontrar su sitio y su movimiento. No es poca cosa: el relevo desplegará tranquilamente los hilos de la continuidad. Al mismo tiempo, no puede dejar de verse la ceguera de esta urgencia por normalizar lo catastrófico. Donald Trump no fue simplemente un candidato que rompió un viejo consenso y que logró destronar la coalición política de los dos partidos tradicionales. No expresa solamente la irrupción de los indignados, el castigo a las élites del poder y el conocimiento. Representa una opción abiertamente autoritaria que amenaza la plataforma liberal. No podemos ignorar lo que ha dicho y lo que ha hecho como si fueran deslices menores. Más allá de su nacionalismo, de su furioso rechazo a la globalización, el candidato victorioso entiende los derechos como coartadas, la tolerancia como cobardía, el respeto como falsedad. La confianza de los norteamericanos en su "excepcionalismo" les impide enfocar la entidad de la amenaza: un demagogo de reflejos fascistoides ocupará la Casa Blanca. Sería una ingenuidad imperdonable esperar que el provocador incontinente, el patán de las intimidaciones se convierta en un político tolerante y respetuoso de sus límites.
Donald Trump constituye la peor amenaza a las democracias liberales en Occidente desde los años treinta del siglo pasado. Su gran arma ha sido el menosprecio de sus adversarios. Es un chiste, un entretenimiento pasajero, una anécdota divertida. Aunque sea tarde, hay que tomarse en serio al payaso. La primera regla para sobrevivir una autocracia, ha escrito recientemente la periodista rusa Masha Gessen, es creerle al autócrata. Hará o tratará de hacer lo que ha dicho que haría. Las instituciones pueden ser un freno, pero son vulnerables. El hecho mismo de que haya triunfado es prueba de ello.
Entiendo que sea tentador pasar la página. Cambiar de capítulo y darle al patán el beneficio de la duda. Parece, incluso, que es lo correcto. Soltar rencores, abandonar la desconfianza y apostar a la cooperación. Creo, por el contrario, que hay que sostener la indignación ante la victoria de un personaje que amenaza con su odio y sus prejuicios, con su intimidación y su ignorancia el fundamento mismo de la convivencia. Donald Trump se ha convertido desde el martes pasado en líder del autoritarismo populista en el mundo. Zizek y Le Pen, la señora Kirchner y los autócratas del mundo festejan al millonario como vanguardia del antiliberalismo global.
La amenaza no se vive solamente en la órbita de la gran política. En lo más íntimo se siente ya el daño y el peligro por venir. Ser mujer, ser moreno, ser homosexual, ser musulmán es vivir ya bajo amenaza. La elección ha legitimado el odio y el desprecio. No sorprende ver estos días suásticas pintadas en las escuelas. Nadie puede llamarse a sorpresa cuando unos niños amenazan a otros con ser deportados mientras corean las consignas de un muro para mantenerlos afuera de su casa. Los racistas que antes se escondían desfilan abiertamente por las calles. ¿Y qué pueden sentir hoy una niña de Estados Unidos que ha escuchado las burlas y los insultos misóginos del hombre que será su presidente? ¿Qué puede sentir esa niña al saber que su país ha elegido a un hombre que presume haber atacado sexualmente a una mujer?
No hay política que no sea pedagogía. Un fascista no se limita a ocupar una oficina. Su visión del mundo se instala en lo más íntimo. Propagando odios y miedos, trastoca las cuerdas de la confianza y corrompe, hasta lo más profundo, la convivencia. No. Esto no debe ser normalizado.
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