El discurso antiinmigrante, xenófobo, ignorante y prejuicioso de Donald Trump, virtual candidato republicano a la Presidencia de los Estados Unidos, provoca indignación con justa razón. La imagen que de los hispanos, principalmente los mexicanos, ha construido el magnate no sólo es absurda, sino además ofensiva. Es difícil saber si el señor Trump en realidad cree todo lo que dice o si se trata únicamente de una burda retórica populista para granjearse el voto de la ultraderecha estadounidense que, por lo visto, no es tan minoritaria como algunos pensaban. Pero lo crea o no, el daño que ocasiona en la estabilidad internacional, la democracia y los derechos humanos es enorme. El discurso de Trump, por irrealizable e inviable que parezca, genera una expectativa entre quienes consideran que eso no sólo es deseable sino también necesario para que Estados Unidos pueda "volver a ser grande". Esa retórica alimenta a aquellos que creen firmemente que matar a un inmigrante en el desierto es un acto patriótico. Refuerza la idea obtusa de que todo el que llega de fuera es un enemigo que hay que exterminar. Hunde más profundo las raíces del miedo hacia lo otro, lo diferente. Abona el terreno para que surjan otros políticos que intenten hacer realidad aunque sea una décima parte de lo planteado por Trump, lo cual ya sería demasiado. Por eso, para quienes defienden los principios fundamentales de la sana convivencia humana y de la democracia, además de justa es obligada la indignación. Pero la indignación debe ir acompañada por fuerza de la congruencia, principalmente de los que hoy encabezan las instituciones mexicanas.
Entre quienes han reaccionado contra los dichos del candidato se encuentran expresidentes de México, empresarios, legisladores, partidos políticos y funcionarios y exfuncionarios de la cancillería. Uno de los más virulentos en su respuesta ha sido el exprimer mandatario panista, Vicente Fox, que incluso ha insultado a Donald Trump, aunque en últimos días le ha ofrecido una disculpa y hasta lo ha invitado a venir a México.
Pero más allá de la incontinencia verbal de algunos personajes, llama poderosamente la atención la ausencia total de autocrítica por parte de quienes, ya sea desde una posición de poder o de liderazgo, censuran la violencia física o verbal contra los inmigrantes mexicanos en Estados Unidos cuando muy poco o nada han hecho por frenar esa misma violencia que se ejerce contra los centroamericanos que cruzan este país con la esperanza de llegar al otro lado. Cierto, en México no se lanzan diatribas públicas, como las de Trump, para atacar a los inmigrantes. La violencia contra ellos es menos estridente, casi silenciosa, pero no por eso menos escandalosa. De acuerdo con un reporte de la Misión Internacional de Verificación de noviembre de 2015, desde la aplicación del programa federal Frontera Sur 314 indocumentados han sido asesinados en México y otros 400 reportados como desaparecidos.
Quienes se atreven a atravesar de sur a norte el país deben enfrentar, además de los peligros naturales, el riesgo de ser asaltado, secuestrado, violado, esclavizado o asesinado por el crimen organizado. El riesgo de ser extorsionado por oficiales mexicanos de cualquier institución policiaca o migratoria. El riesgo de ser descubierto y maltratado por los guardias privados de seguridad del ferrocarril. Los expedientes se acumulan: Cadereyta, con 49 muertos y San Fernando, con 72, son sólo los ejemplos más sonados. Pero si los inmigrantes llegan a sobrevivir a los abusos de los que son víctimas, no los denuncian porque si de algo sirve la denuncia es sólo para su deportación. El Estado mexicano en su conjunto ha sido tan omiso como el norteamericano a la hora de salvaguardar los derechos humanos de los inmigrantes. Llamados comúnmente "los sin papeles" o "indocumentados", estas personas son tratadas como ciudadanos de tercera. Son extraños en una tierra en la que se ignora sistemáticamente su condición humana. Por si fuera poco, también se les estigmatiza. Se les juzga a todos por las faltas que pudieron haber cometido algunos. Y esa estigmatización, invisibiliza e incluso justifica la violencia que los golpea. México no trata mejor a los inmigrantes sin documentos de lo que lo hace Estados Unidos.
Es por eso que si quienes encabezan las instituciones políticas de este país van a criticar la retórica fascistoide del señor Trump, deben por congruencia revisar el trato que se les da a los inmigrantes centroamericanos. Pero no sólo eso. También resulta contradictorio que mientras el presidente priista Enrique Peña Nieto o los funcionarios de su gabinete muestran preocupación por la situación de los mexicanos que tuvieron que emigrar al vecino país del norte en busca de la oportunidad económica o la seguridad que aquí no tuvieron, no hayan construido las políticas públicas adecuadas para evitar que un mexicano tenga que abandonar su comunidad por motivos de subsistencia o supervivencia. Es incongruente y contrario a toda ética exigir que otro país le brinde a un mexicano las facilidades u oportunidades que su nación de origen le negó. Tal parece que para que los problemas de un ciudadano le importen suficientemente a un gobierno es necesario que emigre para que exija en otra tierra el respeto a los derechos que aquí le fueron violentados.
La defensa de los intereses de los mexicanos en cualquier parte del mundo debe comenzar estrictamente en el suelo nacional. Con programas de desarrollo social que dejen de ser sólo asistencialismo clientelar. Con una mejor distribución de la riqueza. Con un verdadero respeto a los derechos humanos. Con una policía que en verdad proteja al ciudadano del crimen en vez de ponerlo a su merced. Porque contra el discurso de Donald Trump la indignación no es suficiente, hace falta mucha congruencia.
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