La petición de perdón hecha por el presidente Enrique Peña Nieto, en relación a los agravios inferidos a la sociedad mexicana, en virtud de los actos de corrupción cometidos por la clase política (el presidente a la cabeza), ofrece la posibilidad de ser un acto más de engaño o simulación, pero también abre la oportunidad de que sea el parteaguas de una regeneración sin precedentes.
La declaración hecha por Peña Nieto al inicio de su administración, en el sentido de que la corrupción entre los mexicanos es una cuestión cultural, puso los pelos de punta a muchos observadores del acontecer nacional, porque implica una claudicación de la voluntad ante lo que dicha expresión consideró inevitable.
Por lo visto México es un país en el que el presidente hace negocios con empresarios de la construcción; un buen número de gobernadores se colude con el crimen organizado; la mitad de la economía se encuentra en la informalidad; los bancos chupan la sangre de ahorradores y acreditados; los impuestos impagables dejan como único camino la evasión; hasta el ciudadano común se roba el agua o la energía eléctrica cuando puede y como consecuencia, la corrupción es percibida como condición para sobrevivir.
Sin embargo, la corrupción no es un mal que aqueja sólo a los mexicanos, sino una consecuencia de la naturaleza caída del hombre, que ha sido creado para el bien que ama, pero que por virtud de un misterio irresuelto, se inclina hacia el mal que aborrece.
El filósofo José Ortega y Gasset, define la cultura como vida humana objetivada es decir, vida humana convertida en instituciones, costumbres, ciencia, arte, universidades, ciudades, formas de producción y de comercialización, etcétera. La cultura por ende no es ni buena ni mala de por sí, sino en función de la orientación de la inteligencia y de la voluntad humanas consideradas en su doble vertiente individual y colectiva, en orden a conseguir objetivos concretos.
Lo anterior quiere decir que la cultura puede ser orientada hacia lo bueno o lo malo, conceptos estos que han sido desterrados de nuestra vida social y en parte ésta es la causa por la que el mal impera.
Ante esta realidad no podemos resignarnos y al contrario, debemos asumir la responsabilidad de participar en una dinámica de corrección que emana del interior del individuo, pero lejos de estar confinada al terreno de la moral personal, debe impregnar nuestra vida pública y en esa tarea todos debemos poner de nuestra parte, pues de lo contrario la viabilidad de nuestras formas de convivencia, llegará a su límite en el corto plazo.
Peña Nieto ha entendido lo anterior obligado por las circunstancias; forzado por una ciudadanía demandante; un resultado electoral en el que su partido fue vencido a pesar de que el PRI gastó sesenta veces más que sus contrincantes, y una situación generalizada del país que toca las fronteras de la ingobernabilidad.
A ello se debe que el presidente se haya sumado a la cruzada contra la corrupción que implican las reformas legislativas recién promulgadas y que haya forzado a los gobernadores priistas de Veracruz, Chihuahua y Quintana Roo a desistir del absurdo blindaje de impunidad que pretendían erigir.
Sin embargo, nadie debe echar las campanas al vuelo, porque la honestidad ni el bien común ni la justicia, se obtienen por decreto presidencial. El perdón pedido por el presidente cuando mucho, ilustra el colmo al que hemos permitido que hayan llegado las cosas.
Es explicable que pocos concedan a Peña Nieto el beneficio de la duda, y que las reacciones frente al perdón pedido vayan de la incredulidad absoluta al escepticismo indulgente.
Es muy probable que la tardía reacción del presidente no alcance para que su partido conserve el poder en las elecciones federales de 2018, sin embargo de nosotros los ciudadanos depende que sea suficiente como oportunidad y punto de arranque, para que de una vez por todas emprendamos el camino de la regeneración social y la reconstrucción institucional.