Ingenuidad no es, goza de malicia y entiende el signo de los tiempos. Inocencia menos, tiene culpa y siempre aparece la huella de su complicidad. Entonces, la falta de instinto de sobrevivencia en la clase política sólo se explica, quizá, por encontrarse atrapada en la propia red urdida y tendida por ella.
A nadie escapa que justo en aquellos campos donde se aprecia la vocación de servicio, atención y respeto de un gobierno a la ciudadanía, la elite política está convirtiendo los problemas en crisis recurrentes cada vez más complejas y profundas. Sorprende pero ya no asombra que, aun viéndose en peligro, ni el instinto la mueva. Cuando reacciona ya es tarde o inútil. Vamos, ya ni siquiera cubre las apariencias.
La clase dirigente pertenece a un régimen en extinción. Esa podría ser una buena noticia pero, sin alternativa ni opción, es un heraldo negro: no anuncia evolución, sino involución.
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Lejos de cumplir con la obligación de garantizar los derechos humanos; ofrecer protección y seguridad a la vida, la integridad y el patrimonio; cuidar y aplicar los recursos públicos con transparencia; y velar por la salud y el bienestar social, la clase política litiga su responsabilidad. No se aboca a resolver el problema, lo profundiza y, así, precipita una crisis tras otra, dejando ver los filos de un colapso general.
Las cíclicas crisis sexenales podrían sugerir que la de hoy no entraña novedad alguna. Sí la tiene.
La crisis política de 1968; la económica de 1976; la económica de 1982; la política de 1988; la social, política y económica de 1994 y la constitucional de 2006 tuvieron registro al final, no al inicio del gobierno. Al concluir su primer tercio. Hoy, ver como alivio el término de un sexenio y darle a la esperanza la tarea de generar una nueva expectativa es algo menos que una ilusión.
El puerto de abrigo, significado en el 2018, está muy lejos.
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No es esa la única novedad de la circunstancia nacional.
Aun cuando en otras ocasiones el peso de la observación, la presión o, de plano, la intervención foránea ha acicateado la actuación gubernamental, esta vez -ante ese factor- la clase política titubea, avanza y retrocede, abre y cierra la puerta, cuando no pretende ignorarla. Así, sin entender ni atender el frente interno, ni qué hacer en el externo.
Otra. Incipiente o no, testimonial o protagonista, débil pero consecuente, la oposición de derecha e izquierda ofrecía, si no una alternativa, sí un referente distinto. La ciudadanía encontraba en ella refugio o esperanza. Ahora, no. La oposición se asoció con quien consideraba su adversario. Quienes creyeron que la alternancia en el gobierno federal, estatal o local impulsaría el desarrollo de otra y mejor cultura política, se quedaron con un palmo en las narices. El panismo y el perredismo no jalaron al priismo a ese otro estadio, el priismo los arrastró al suyo: al del abuso, la corrupción, la impunidad y la pusilanimidad. Terrible.
Una más. Sin canales nacionales de participación efectiva, el recurso de acudir a instancias internacionales en busca de auxilio, apoyo o solidaridad ya es costumbre. Es comprensible, pero acarrea un riesgo: la pérdida de soberanía en las decisiones nacionales y la inserción de intereses foráneos en asuntos domésticos no siempre relacionados con la cuestión en juego. Aun así y a sabiendas de ese peligro, la clase dirigente no reacciona.
Otra novedad. En el afán de conceder sin ceder ante el reclamo ciudadano, la clase política ha desfigurado el entramado institucional del régimen y, bajo la presunción de crear más y más órganos de control y balance, ha dado lugar a una estructura disfuncional que la inmoviliza. Nadie hace nada bajo el pretexto de no rebasar la esfera de sus reducidas atribuciones y, entonces, control y balance se traducen en inacción permanente.
La última. El igualamiento de los actores políticos establecidos, en particular los partidos, ha dado lugar a complejas y engañosas formas de participación aparentemente individual. Y, entonces, un bronco domesticado cautiva, un aventurero subsidiado se declara independiente y una esposa jura no tener nada que ver con su marido. Y, cuando no es así, la actuación individual con respaldo colectivo se neutraliza.
Sí hay novedades en esta crisis. Nuevas no muy buenas.
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El entrampamiento de la clase política, el momento de esta crisis y el entorno internacional que advierte serios problemas de liderazgo y gobernabilidad en muchos países así como tentaciones intervencionistas explican por qué cada problema se profundiza hasta convertirlo en crisis, dejando al país en permanente estado de contingencia. Explican, además, por qué del error original se hace una cadena de desaciertos.
El desentendimiento diplomático con Estados Unidos no lo resuelve la rotación del personal encargado de llevar esa relación, exige una política consonante hacia adentro y hacia afuera. El impulso recuperado en la reforma educativa ya se perdió de nuevo y no lo suplen las tramposas medidas, disfrazadas de pasos firmes. El problema financiero dejará ver su verdadero calado, después de las elecciones de junio. La criminalidad y la violencia no se abaten con declaraciones que presumen una tendencia a la baja, sino con una estrategia repensada y con ritmo: mando único sin gobierno no es la fórmula indicada. La corrupción y la impunidad no se combaten con brazos cruzados y a ojos cerrados. El sencillo o el doble No Circula no disipa el ozono, la mala calidad del aire urge una política pública regional, coordinada y firme. Y, ahora, de nuevo, Tepoztlán no habla del poder de la naturaleza, sino de la naturaleza del poder que incendia al país.
La inercia no llevará al país hasta el 2018. Está lejos y hace tiempo se perdió el impulso original.
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Esta crisis es distinta. No remontó la anterior, la provocada por el calderonismo, y generó la suya muy al principio. Si la clase política no escapa a la red que ella misma tejió y tendió, si no rompe los nudos que la atan deberá reconocer que lo suyo es el no poder.
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