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De encuestas

JESÚS SILVA-HERZOG

Debemos hablar de las encuestas. Si hace unas décadas llegaron para ofrecernos claves de certidumbre, para desenmascarar a demagogos e intelectuales que hablaban en nombre del país sin tener la menor idea de qué se opinaba en el país, para medir el ánimo nacional, para percatarnos de nuestros verdaderos valores y prácticas, hoy tenemos que aplicar una capa de escepticismo a esos estudios presentados con solemnidad de una verdad científicamente fundada.

Entraron a la política mexicana como un sacrilegio. El régimen era el único facultado por la historia para conocer la voluntad de la nación. Abandonando el singular de Pueblo y abrazando los caprichos del porcentaje, las encuestas retrataban otro país y la demanda de otra política. No es sorprendente por eso la irritación que causaron las primeras encuestas electorales. Profesionales independientes desafiaban al régimen al presentar la radiografía de las preferencias. Mientras el partido oficial seguía paseándose como el imbatible, las encuestas mostraban que la competencia era real. No puede exagerarse el servicio que estos estudios prestaron a la apertura de nuestra política. Eso que llamamos transición encontró un instrumento técnico a su servicio: el conocimiento y la difusión de una opinión pública plural.

Hoy tenemos que reconsiderar la confianza que depositamos en las encuestas. Uno de los rasgos de la nueva incertidumbre es que, al parecer, hemos perdido ese dispositivo que nos permitía apreciar con razonable precisión qué quiere la gente. Lo hemos visto elección tras elección en todas partes del mundo. Las encuestas han perdido el pulso del elector. Desde hace tiempo han dejado de ser instrumentos confiables. Las urnas insisten en desairar a los encuestadores. Aún las encuestas de salida, esas que se toman a la puerta de la casilla, han quedado en ridículo. Una cosa es el dicho de los encuestados y otra, muy distinta, es el acto de los votantes. Pensemos tan sólo en la elección Mexicana más reciente, en las elecciones españolas, en la votación de "Brexit". Los grandes derrotados fueron los encuestadores. Las fallas han sido tan graves y tan frecuentes que han alimentado el entretenimiento de la estación: después de cada elección discutimos no tanto las razones y consecuencias del voto sino por qué se equivocaron tanto las encuestas. Los encuestadores son los nuevos economistas: profesionales dedicados a razonar doctamente el origen de sus equivocaciones.

Hace unos meses la historiadora Jill Lepore escribió un artículo en el New Yorker en el que advertía que las encuestas eran ya dañinas para la democracia norteamericana. No son, en primer lugar, confiables. Cuando aparecieron en los Estados Unidos, casi el 90 % de los encuestados se tomaba el tiempo de responder al encuestador. Hoy ese porcentaje puede rechazar la entrevista. ¿Tiene sentido confiar en la representatividad de una encuesta que ha sido repudiada por la mayoría de quienes son interrogados? Pero, más allá de eso, Lepore se pregunta sobre el servicio de las encuestas. Aún bajo el supuesto de que fueran confiables, ¿son buenas para la democracia? ¿Lo son para la nuestra?

Las encuestas crean percepciones que ayudan a orientar la decisión electoral. Si la percepción es infundada, la encuesta, lejos de darle información valiosa al elector, lo engaña. Las encuestas, ciertamente, se han vuelto más un espacio para la confusión que una plataforma de certidumbre. La crisis de las encuestas es particularmente grave entre nosotros. En primer lugar, la carencia de una segunda vuelta nos conduce a eliminar, ante la urna, nuestra primera preferencia. Si creemos que nuestro candidato no tiene oportunidad de ganar, respaldamos al que nos disgusta menos, aquel que sí podría derrotar a quien nos resulta más antipático. ¿En qué basamos ese pragmatismo? En encuestas. En segundo lugar, la precariedad de nuestras instituciones políticas, las ha llevado a entregar a las casas encuestadoras la responsabilidad de elegir a sus candidatos. El último candidato presidencial del PRD no fue electo ni designado. Lo impuso un grupo de encuestas.

No se trata, por supuesto, de tirar a la basura la herramienta. Mucho menos de restringir su difusión. Se trata simplemente de reconocer que, en estos tiempos de incertidumbre, las encuestas están lejos de ser la cámara imparcial que retrata con exactitud nuestros humores.

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