La Presidencia de la República atraviesa sus horas más bajas del sexenio. No sería exagerado decir que también son sus horas más bajas en lo que va del presente siglo. No se está hablando de una persona, sino de una institución. De la institución con mayor peso político en México, dado que vivimos en un régimen presidencialista en donde las figuras de jefe de Gobierno y jefe de Estado recaen sobre una misma persona. Quien ejerce la Presidencia en México no sólo es titular del Poder Ejecutivo y, por lo tanto, cabeza de la administración pública federal, sino también representante del Estado mexicano en el mundo. Ver devaluada la institución presidencial a niveles como los que ahora se observan debe ser motivo de la más grande preocupación entre quienes juegan un papel dentro de la República o se interesan por la vida pública. ¿Cómo se ha llegado hasta aquí? ¿Qué se puede hacer? Son preguntas válidas en estos momentos.
En diciembre próximo, el presidente Enrique Peña Nieto habrá cumplido dos tercios de su mandato. Los primeros dos años transcurrieron en su mayor parte y para sorpresa de muchos -dadas las dudas sobre las capacidades intelectuales del mexiquense- con éxitos políticos impulsados por el Pacto por México, establecido entre el PRI y las dos principales fuerzas opositoras, el PAN y el PRD. Por aquellos meses se llegó a hablar incluso de que lo experimentado se asemejaba a los gobiernos de coalición de las democracias parlamentarias. En este marco se aprobaron las famosas reformas estructurales con las que, según el presidente y su partido, México caminaría hacia el desarrollo económico y la justicia social. El "mover a México" se traduciría con dichas reformas en más inversión privada, mejor infraestructura pública, más empleos, mejores salarios, más seguridad y combustibles y energías más baratas. Pero algo pasó y esto no ha ocurrido.
Los siguientes dos años estuvieron marcados por el escándalo y los problemas en tres temas principalmente: derechos humanos, corrupción y seguridad. Iguala y los 43 estudiantes normalistas desaparecidos, un caso que a dos años sigue abierto. Tlatlaya, Apatzingán y Tanhuato, operativos bajo investigación, incluso internacional, por la sospecha de ejecuciones extrajudiciales cometidas por fuerzas federales. OHL, Grupo Higa, la "casa blanca", la mansión de Malinalco y el departamento rosa de Miami, escándalos que exponen lo que para muchos son conflictos de interés por la cercanía entre el presidente, su familia y sus colaboradores con empresas contratistas. Y cuatro años después de intentar mantener como tema secundario la violencia, ahora se reconoce que ésta no ha disminuido en comparación con el sexenio del panista Felipe Calderón, considerado hasta hace unas semanas como el más sangriento de la historia reciente del país. Pero la cosa no para ahí.
El presidente Peña Nieto se enfila a su tercer y último tercio con la pesada carga descrita arriba y dos sacos más, uno más voluminoso que otro. El escándalo del presunto plagio de aproximadamente 30 por ciento de su tesis de licenciatura, que lo deja como afecto a la trampa y la deshonestidad, sólo pudo quedar opacado por lo que se considera hasta hoy el más grande error cometido por el mandatario priista en materia de política exterior, o tal vez el peor cometido por cualquier mandatario. La visita del candidato republicano Donald Trump a invitación del propio presidente mexicano ha levantado un encono casi unánime que se ha traducido en duras críticas y severo escarnio. Y no es para menos.
Lejos de quienes de forma absurda creen que el presidente debió "poner en su lugar" o incluso insultar a su invitado, los errores múltiples se evidencian por otro lado. Al haber invitado a una persona que simboliza todo aquello que los mexicanos repudian de Estados Unidos: el racismo, la xenofobia, la bravuconearía y la falta de respeto por sus vecinos. Al haber aceptado las condiciones impuestas por el equipo de campaña del señor Trump y haber permitido que viniera antes de que la candidata demócrata Hillary Clinton confirmara su visita. Al haberle dado trato de jefe de Estado a quien hoy no cuenta con representación oficial alguna. Al haber ofrecido uno de los discursos más ambiguos y anodinos frente a él y la nación cuando lo que se requería era firmeza y claridad, que no es lo mismo que estridencia ni altisonancia. Al haber permitido que el señor Trump se adueñara de la rueda de prensa. Al haber defendido una postura indefendible y terminar obligando a renunciar al artífice del encuentro, el secretario de Hacienda, Luis Videgaray. En suma, una pifia tras otra.
Poco antes de este incidente, las encuestas daban al presidente Peña Nieto el nivel más bajo de aprobación de un mandatario mexicano. No es aventurado pensar que después de lo que muchos ya consideran un "error histórico", la gestión del mexiquense caerá aún más en las encuestas, lo que significaría que su nivel de aprobación estaría muy por debajo del piso de votación de su partido. Lo más fácil es sumarse a la burla, a los memes, al "pendejeo" como se vio en el Senado, al corifeo de leñadores del árbol caído, a la exigencia de "renuncia y ya" o, incluso, al oportunismo electorero. Pero el problema es mucho más profundo y grave. A nadie en México beneficia una Presidencia tan débil como la que Peña Nieto, con todo y sus disculpas, ha deconstruido. Mucho menos ahora que la victoria de Donald Trump es cada vez menos improbable. Pero su salida no acabaría con el mal que aqueja a la institución. En todo caso, apenas sería un primer paso. Un paso que, de quedarse sólo en eso, acarrearía más problemas que soluciones.
Hoy más que nunca es necesaria una reforma a fondo del Estado mexicano. Una reforma que fortalezca las instituciones desde abajo. Que incremente la representatividad de la ciudadanía en los órganos de gobierno. Que aumente las capacidades de fiscalización y rendición de cuentas. Que acote la discrecionalidad en el ejercicio público. Que impulse un verdadero federalismo en donde los ayuntamientos, el nivel de gobierno más cercano a la ciudadanía, cuenten con mayores facultades y más mecanismos de vigilancia y participación ciudadana. Que obligue al presidente a escuchar la voz de la sociedad. Que proteja a la investidura de los llamados poderes fácticos. Que le impida gobernar para o por el privilegio de unos cuantos. Que le dé al Congreso de la Unión mayor legitimidad y capacidad para legislar atendiendo a las necesidades reales y prioritarias de sus representados. Que limpie al Poder Judicial de la corrupción que lo carcome. Que haga posibles figuras como el referéndum, el plebiscito, la consulta. En suma, que profundice la democracia en el Estado. Sólo así pudiéramos mirar a la Presidencia de la República con una sensación mucho menor de pena y vergüenza.
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