"Pinche vieja ridícula, ojalá la maten después de ser violada". "Díganles por favor que están bien buenas, me las cojo a todas". Dos ejemplos de decenas de tuits y correos electrónicos que me llegaron a mí y a las miles de mujeres que marcharon hace una semana en contra de la violencia. En contra del acoso. En contra de lo obvio que sólo es obvio para quienes lo padecen. El país que minimiza o trivializa o descalifica o silencia lo que le pasa a la mitad de su población. La mano masculina que aprieta la nalga en el Metro. La mano masculina que baja el calzón en plena calle. La mano masculina que atesta una bofetada. El miedo al jefe o al esposo o al padre o al desconocido en el microbús.
Tantas mujeres mexicanas aplastadas por el abuso. Asustadas por denunciarlo y ser juzgadas en vez de ser entendidas. Angustiadas por evidenciarlo y ser encarceladas en vez de ser apoyadas. Todos los días alguien en México acosa a una mujer, viola a una mujer, mata a una mujer. Ya sea su marido, su expareja, su jefe, o un "Porky". Y en lugar de arroparlas, las instituciones y la sociedad las califica de deludidas. Histéricas. Viscerales. Malcogidas. Deshonestas. O sea, féminas. Millones de mujeres a las cuales se les dice que no son testigos confiables de sus propias vidas; que la verdad no es su propiedad, ni ahora ni nunca, como escribe Rebecca Solnit en Men Explain Things To Me. He allí a los "Hombres que nos explican cómo somos", acuartelados en el archipiélago de la arrogancia.
Ese lugar donde la mujer no tiene palabras legítimas para hablar de su propia experiencia, ni peso para entrar al laboratorio, a la biblioteca, a la Presidencia, a la conversación, o a la categoría de ser humano. Ese lugar cotidiano de misoginia y machismo que consigna la violencia contra la mujer como "casos aislados", como papel tapiz. La violencia que nunca es tratada como una crisis, vaya, ni siquiera como un patrón. La violencia que no tiene clase ni geografía ni religión, pero sí género. Perpetrada una y otra vez por hombres. Y esto no quiere decir que todos los hombres sean violentos, o que no padezcan la violencia. Pero la pandemia que presenciamos es una violencia -física, verbal, laboral, psicológica, íntima, extraña- fundamentalmente masculina. Reto a los lectores que presenten un solo caso de mujeres violando al estilo "Porkys" a un adolescente. No todos los hombres son abusivos y violadores. Pero todas las mujeres -sin excepción- viven en temor de quienes sí lo son.
Allí están los datos, allí están las cifras. Una mujer es golpeada cada nueve segundos. Y como explicación radica la premisa autoritaria detrás de cada puño alzado, detrás de cada tuit amenazante: "Yo tengo el derecho a controlarte". La premisa que permite que el sistema legal ignore denuncias o victimice a las víctimas. La premisa que imbuye la concepción mexicana de la masculinidad: lo que es aplaudido, valorado, impulsado en el (mal)trato a la mujer. Aquello que lleva a muchos hombres a sentir que tienen que ganarle a una mujer, dominar a una mujer, castigar a una mujer, gobernar supremos como si el feminismo fuera un juego suma cero. Pero no lo es. Escribe Solnit "o somos libres juntos o esclavos juntos".
Y para quienes ese 24 de abril marcharon vestidas de morado y contaron historias dolorosas con el hashtag #MiPrimerAcoso había un imperativo. Hablar con su propia voz. Ser intérpretes de su propia vida. Ensanchar el largo arco de la historia por la equidad y el respeto y la dignidad. Cargar con letreros que decían "La violencia es el último refugio del incompetente". O "Es mi cuerpo, es mi decisión". O "No me llamo mami, nena, guapa o muñeca". O "Ni golpes que duelan ni palabras que hieran". Mis alumnos y mis amigos y mis colegas y un río púrpura de desconocidas "cargando multitudes", como escribiera el poeta Walt Whitman.
Entonces van estas palabras en agradecimiento a nuestras abuelas, a nuestras madres, a los hombres que nos acompañaron y nos acompañan, a los hombres que entienden que el feminismo es simplemente reconocer a las mujer como un ser humano, a las jóvenes que siguen exigiendo más de lo que su país les da. Yo marché ese día por mis alumnas, por mi hija Julia, por tantas mujeres que tienen cosas importantes que contar y que hacer. Marché para que paren de decirles que son congénitamente deshonestas, conspiradoras, confundidas, exageradas, manipuladoras y maliciosas sólo porque se imaginan un México sin muertas o violadas. Marché por su derecho a la vida, a la libertad, a la felicidad, a la sexualidad. Vivas las quiero. Vivas las queremos.