"Las instituciones no son responsables de los actos de los individuos que la integran". Con esta frase los partidos políticos y los gobiernos suelen desmarcarse del mal desempeño público de un militante o funcionario. La usó recientemente el PRI en su primera reacción frente a la detención en España de Humberto Moreira, exgobernador y expresidente del Comité Ejecutivo Nacional de ese partido. La frase es un recurso meramente retórico casi desesperado por tratar de evitar que un escándalo que afecta a una persona termine por salpicar a toda la institución que lo solapó. Pero la frase no soporta un examen semántico y filosófico básico.
Si las instituciones no son responsables de los actos de los individuos que la integran, entonces habría que preguntarse qué es una institución si no es la suma de los actos de las personas que la conforman. La frase sugiere una abstracción, un idealismo impráctico. En esencia plantea que la institución existe de forma independiente de las acciones de sus integrantes y dirigentes. Con esta lógica, frente al alto nivel de impunidad que existe en México en materia de procuración de justicia, alrededor del 95 por ciento, sería incorrecto señalar que las policías y las fiscalías son ineficientes; los ineficientes son sus elementos, es decir, casi todos dado el alto porcentaje de delitos no castigados. Entonces, bastaría con sustituir a esos elementos por otros para que las cosas funcionen mejor, lo cual, como se ha visto en México, no es cierto. Y esto es porque en la fórmula falta un activo básico: controles.
La responsabilidad de las instituciones sobre los actos de sus integrantes se traduce en la capacidad de investigar y sancionar a quien incurre en una conducta indebida o deja sin explicar vacíos administrativos o ejercicios de recursos públicos. Despojar a la institución de esa facultad es dar rienda suelta al proceder irresponsable de sus miembros. Sin responsabilidad, sin controles, las instituciones pueden terminar corrompidas por la suma de los actos desviados de sus integrantes.
Valga esta reflexión introductoria para dar pie a un asunto que poco se discute en la agenda pública. Es frecuente que los gobernantes demanden de sus ciudadanos confianza. Esta confianza no es otra cosa que creer en ellos, en su palabra, en que no van a traicionar su función de servidores públicos. Y aunque lo hacen a título personal -"confíen en mí", dicen- en realidad lo que están solicitando es que se confíe en todo un aparato o sistema que los respalda, puesto que una sola persona no puede resolver las demandas de una ciudad, estado o país.
Así, quienes gobiernan piden a sus gobernados que denuncien un delito, paguen un impuesto, avalen una decisión, en el entendido de que, al hacerlo, van a obtener lo que buscan o lo que se les promete. El problema es cuando repetidamente esto último no ocurre, como en el caso de los delitos impunes, sólo por citar un ejemplo. Le desconfianza viene, entonces, como consecuencia. Desconfianza que se reafirma con nuevas fallas institucionales, esa suma de malas acciones u omisiones de sus integrantes, sin que exista una sanción o correctivo.
Pero más allá de esto, lo que se suele dejar de lado en la discusión es que para que exista confianza del ciudadano hacia su gobierno o representante, debe haberla primero a la inversa. Se ha dicho mucho que los mexicanos no confían en sus autoridades, pero se habla muy poco de la desconfianza que tienen las autoridades para con los ciudadanos. ¿Confían los gobiernos, los legisladores, los partidos de los que ambos emanan, en los ciudadanos? Hay claros indicios para esbozar una respuesta negativa.
A la par que las autoridades piden la confianza de los ciudadanos, incurren en actos que demuestran que no están dispuestas a predicar con el ejemplo. El gobierno federal se resiste a abrir espacios a la ciudadanía en el combate a la corrupción al no transitar hacia un sistema anticorrupción autónomo, eficiente y completamente independiente; prefiere dejar la investigación de los casos en manos de subordinados al presidente de la República. El gobierno de Coahuila se ha rehusado sistemáticamente a informar a los ciudadanos el destino de la totalidad de la deuda estatal contraída en la pasada administración. El gobierno de Durango ha contratado servicios tecnológicos para realizar espionaje y, pese a las evidencias, mantiene una postura de negación. Los ayuntamientos, el nivel de gobierno supuestamente más cercano a la gente, no comparten la toma de decisiones respecto a los problemas de la ciudad con la sociedad civil y algunos, como el de Torreón, no sólo rechaza la crítica sino que suele actuar contra ella.
Al privilegiar la construcción de redes clientelares utilizando dinero público por encima de la formación ciudadana, gobiernos y partidos dan uno de los más claros ejemplos de su desconfianza: prefieren tener un electorado dependiente y dócil que contar con votantes independientes y críticos que los empujen a hacer mejores propuestas, involucrar a más gente y ejercer la función pública de manera más sensible y eficiente. Al ofrecer propaganda en vez de información con sus departamentos de comunicación social, los gobiernos demuestran lo poco que creen en la inteligencia de la gente. Al dejar de lado la opinión del electorado en la aprobación de leyes y reformas, los legisladores exhiben su desprecio hacia el ciudadano a quien consideran incapaz de razonar sobre lo que es más conveniente para él y su entorno inmediato.
Al mismo tiempo que las cabezas de las instituciones políticas intentan desmarcar a éstas del mal proceder de algunos o varios de sus elementos sin siquiera investigarlos, despliegan una actividad pública contraria al discurso de buscar la confianza de la población. Si en realidad quieren que los ciudadanos confíen en ellos, los partidos, sus gobiernos y representantes deberían empezar por confiar en los ciudadanos y para ello es fundamental evitar seguir insultando su inteligencia. Un mínimo de respeto, pues.
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