Huellas. El joven de 21 años, recibió un disparo en el rostro que le destruyó el paladar. (EL UNIVERSAL)
El balazo fue en la boca y le destruyó el paladar, los dientes y los labios. No sentía dolor, sólo pánico; alcanzó a cruzar la calle arrastrándose como pudo, gateando mientras las ráfagas destruían el cemento.
Fue la madrugada del 27 de septiembre de 2014; a un lado suyo vio caer a un compañero, baleado. Édgar Andrés Vargas tenía 19 años y cursaba el segundo grado en la licenciatura en Educación Primaria de la Escuela Normal Rural "Raúl Isidro Burgos".
Es uno de los sobrevivientes de Ayotzinapa, de la llamada "Noche de Iguala", la cual recuerda: "Esa calle, ese trayecto fue una eternidad, porque sentía que las balas pasaban y pegaban en el suelo levantando todo el concreto.
"Cuando llegué al otro lado de la calle intenté esconderme atrás de un autobús, me puse de pie y me di cuenta que me habían herido; me preguntaba de dónde salía tanta sangre. Me toqué. En ese momento se me bloqueó la mente, recuerdo que miré hacia atrás y vi la silueta de un chavo que estaba ahí.
"En ese instante no lo sabía, pero fue uno de los que murieron. Pensaba que se trataba de un sueño. Después empecé a caminar, pensé en mi madre, y recuerdo que aún oía disparos.
"Más adelante encontré a un grupo de chavos; ellos querían cargarme, pero la cabeza se me iba hacia atrás y la sangre me ahogaba, me asfixiaba. No podía hablar, íbamos en dirección a una clínica, sentía calor, frío...".
Édgar continuó caminando, en el trayecto una señora les indicó que entraran a su casa. No aceptaron. Necesitaba una clínica que encontraron, pero la enfermera les dijo que el médico no estaba; los dejó entrar y ahí se refugiaron. Subieron hasta el último piso del lugar.
"Recuerdo que había un pasillo largo con una mesa. Me recargué y alrededor mío se estaba formando un lago de sangre, mi sangre; comencé a sentir sueño. Después, escuchamos la voz de los militares gritando que nos bajáramos; uno de mis compañeros dijo que yo no podía bajar, que estaba herido. No importó, nos bajaron a todos a gritos. Comenzaron a decir que nosotros teníamos la culpa, decían palabras obscenas, nos trataron como criminales, y en vez de que sintiera alivio de que los militares pudieran ayudarnos, su comportamiento me intimidó".
Y continúa: "Un maestro que estaba entre nosotros les pidió una ambulancia, a cambio los militares instruyeron que todos debíamos dejar nuestros celulares en una mesa y dar nuestros nombres. La ambulancia nunca llegó. Los soldados se fueron. Un maestro de la CETEG salió a la calle a buscar un taxi. Tuvo que mentir para que aceptaran llevarme. Dijo que yo había tenido una pelea en un bar, que me habían golpeado con una botella. Yo sentía el calor de la sangre que brotaba de mi rostro".
Recuerda que en el trayecto el taxista le dio una toalla blanca para no ensuciar el auto. Una toalla blanca que se pintó inmediatamente de rojo. Pidió a uno de los compañeros que le hablara a su padre -se lo dijo por mensaje de texto-. Don Nicolás y la señora Marbella, padres de Édgar, se enterarían en ese momento de lo ocurrido con su hijo. Lo único que el padre le pidió fue que no se durmiera, sino hasta que llegara al hospital.
Así fue. Al llegar al Hospital General de Iguala, Édgar se dejó caer en la camilla y cerró los ojos. Cuatro días después despertaría en el área de terapia intensiva para enterarse que estaba rodeado de aparatos, tubos y tenía una traqueotomía; continuaba sin poder hablar y su cerebro todavía estaba inflamado.
Mientras tanto, médicos de Guerrero se coordinaban con especialistas en la Ciudad de México para trasladarlo. La primera cirugía se programó para reconstruir su paladar; los huesos y los colgajos serían tomados de huesos de su propio cuerpo, de su pierna izquierda. Después vendrían otras cirugías e injertos para formar de nuevo sus labios.