Hace diez mil años el hombre descubre la agricultura y con ello aprende a producir los alimentos que le permiten transitar de un estado nómada a otro sedentario, surgen los primeros núcleos de población en los que se establece y multiplica. La producción agrícola y el crecimiento demográfico se convierten en constantes sociales que regirán el desarrollo de las sociedades posteriores que alcanzan niveles más complejos de organización, pero también en factores de presión sobre la naturaleza, su proveedora de recursos.
Al anterior proceso se le ha denominado la primera revolución agrícola, la cual cambió no sólo el rol de la especie humana en la Tierra y su relación con otras especies, marcando ésta con su visión antropocéntrica: a partir de ese momento la vida en el planeta se valora en función de la satisfacción de las necesidades de la especie dominante, los ecosistemas naturales empiezan a transformarse en ecosistemas antropizados.
Pero esta transformación que ocurrió en algunos espacios focalizados como Mesoamérica, los Andes, Mesopotamia o China, por mencionar los más significativos por ser origen de las primeras civilizaciones humanas, sufre otro cambio radical con la revolución industrial cuando hace tres siglos se usan fuentes energéticas que posibilitan el movimiento de la maquinaria industrial: el carbón mineral, el petróleo y el gas mueven fábricas, trenes y barcos que masifican y movilizan las mercancías producidas, incrementando la demanda de materias primas y alimentos en las nuevas ciudades; la propia agricultura se somete a la industria.
Es inevitable reconocer que la revolución industrial se convierte en otra constante que alteró drásticamente los ecosistemas naturales intocados por la revolución agrícola, las ciudades y naciones industrializadas se convierten en potencias económicas que someten a sus pares periféricas expoliándole sus recursos naturales y explotando su fuerza laboral nativa o mestiza. Es la época moderna regida por el capitalismo como sistema económico que exige a las empresas se productivas y competitivas a costa de los recursos y la población disponibles.
El uso intensivo de estos "factores de la producción" (el otro es el capital) se convierte en abuso: regiones mineras, agrícolas, acuícolas, forestales y otras más ricas en recursos naturales son devastadas por la ambición humana de producir mayor riqueza y enriquecer a los dueños del capital. El capitalismo sólo tiene racionalidad en el cálculo económico que permite obtener y multiplicar ganancias, convertir el dinero en más dinero, desvalorizando a la propia especie humana y de paso a la naturaleza.
Estas transformaciones económicas también generan su justificación ideológica: el liberalismo, y cuando ésta entra en crisis derivada de las propias crisis económicas cíclicas del capitalismo resurge con el neoliberalismo de fines del Siglo XX de Margaret Thatcher, Ronald Regan o Carlos Salinas, que se imponen a las ideologías del socialismo real soviético o chino, de los nacionalismos populistas y otras variantes que tampoco fueron capaces de crear una nueva racionalidad que pusiera freno a la devastación señalada.
Quizá por esta incapacidad de racionalizar la conducta humana o por la necesidad de reconocer que los modelos o formas de producción vigentes ponen en vilo la vida en el planeta, surgen otros paradigmas o visiones del mundo que pretenden poner límites al abuso en el uso de nuestros recursos naturales y de la explotación de la población humana. Lo cierto es que el neoliberalismo ya agotó sus posibilidades en la medida que se ha convertido en una fábrica desigual de pobres y ricos; también los gobiernos que lo profesan y gobernantes que lo defienden.
Entonces, ¿cuál o cuáles son las opciones que tenemos para racionalizar nuestra conducta, replantear y reorientar nuestra forma de ver la vida y el desarrollo de las sociedades en que vivimos? Debemos aceptar que globalmente los nuevos paradigmas como la democracia y sustentabilidad aún se ubican en el nivel de utopías o realidades sociales inconclusas, que los intereses creados en torno a ese abuso en la explotación de la naturaleza y del hombre mismo dominan los gobiernos y las ideologías de éstos, quienes carecen de capacidades o éstas son insuficientes para acotarlo.
¿Qué nos queda por hacer a los simples ciudadanos ante esta situación sistémica que afecta nuestro presente y amenaza con cancelar el futuro de las siguientes generaciones? Quizá lo primero que tenemos que hacer es darnos cuenta, sin aspavientos, de dicha situación y tomar las decisiones individuales y colectivas necesarias desde el ámbito en que nos encontremos para hacer posible la democracia y la sustentabilidad. Todo parece indicar que las posibilidades están en nosotros, en ejercer nuestra ciudadanía, sin poses mesiánicas, sólo como es, asumiendo nuestros derechos y obligaciones, pero también exigiéndole a nuestros pares ciudadanos y sobre todo a quienes nos gobiernan las que les corresponden.