EL ELOGIO DE MONTES DE OCA CERVANTES, 400 AÑOS
El 9 de mayo de 1905, con motivo del tercer centenario de la publicación de la I Parte de El Quijote, se celebraron en la iglesia de San Jerónimo, en Madrid, solemnes exequias en honor de su genial autor, organizadas por la Real Academia Española y presididas por el rey de España, Alfonso XIII. Se encomendó oficiar la misa y pronunciar el correspondiente Elogio fúnebre de Miguel de Cervantes al mexicano Ignacio Montes de Oca, obispo de San Luis Potosí. Fue, aunque afectada por el estilo de la época, una excelente pieza oratoria.
A manera de exordio, con la cita oportuna de un pasaje del libro I de los Macabeos, el orador recordó que en sus desgracias y peores momentos el pueblo de Israel se refugiaba en sus libros santos, "dictados por Dios y escritos por sus caudillos", en los que siempre ese pueblo encontraba no sólo máxima fortaleza sino también "su orgullo, su consuelo y su dicha".
De esa manera, dijo, ha de tener el mundo hispánico a El Quijote. Si como alguno ha dicho de él que "es una obra divina, divinamente escrita", bien se le puede dar el apellido de "libro santo, siquiera por un momento" y ser así uno de "los libros incomparables que forman nuestro orgullo, nuestra delicia y nuestro tesoro".Agregó después: "no desmayarán nuestros ánimos, mientras no se nos caigan de las manos los libros venerables, los libros santos que nos suministran eterno consuelo y nos infunden halagüeñas esperanzas". Entre éstos, en primerísimo lugar, desde luego, por su grandeza, sabiduría y enseñanzas, El Quijote.
En su extensa disertación, Montes de Oca mostró a Cervantes, de quien dijo que "se retrató a sí mismo en el venerable libro", como el "tipo perfecto de caballero cristiano y español (que fue) en su vida pública y privada". Mencionó al efecto diversos y conocidos episodios biográficos del gran escritor, como su probada valentía militar tanto en Lepanto como en Túnez; su agobiante cautiverio de cinco años en Argel, soportado sin jamás perder la fe, con singular resistencia al sufrimiento y sin ceder a los halagos. "Quien no conozca los milagros que obra la Fe -dijo-, no podrá comprender tamaño valor y tanta abnegación".
En fin, el orador manifestó sentir él enorme dicha en poder alabar a Cervantes por su "ingenio (y por ser) gloria, no sólo de las letras españolas, sino también de la Iglesia católica, a quien honró con sus altas virtudes y defendió con la valentía de su brazo".
En otro pasaje indicó que aunque nadie o pocos se lo reconocen, Cervantes prestó un gran servicio al venir a dar muerte definitiva, además con la gran maestría con que lo hizo, a los aborrecibles libros de caballerías que eran de "moral equívoca" y a todos encantaban; hasta Santa Teresa que fue "víctima ella misma de la seducción de esos libros tan perniciosos como fascinadores".
La inmortalidad de El Quijote la describió así: "Subid -dijo- a los palacios de la corte, bajad a las chozas del pescador, cruzad el Océano en cualquier dirección y llegad a las remotas antípodas, y veréis que se ha echado quizás al olvido El alcalde de Zalamea y El infanzón de Illescas, donde ya no se acuerdan del nombre de Heliodora ni de las proezas de Bernardo, aún resuenan las del Manchego, y se invoca a Dulcinea, y se describe la batalla con los molinos de viento, y está fresca la memoria de los salomónicos juicios de Sancho en su ínsula característica".
De la escritura del genial autor señaló que "hay en su prosa más poesía que en ninguno de nuestros vates". Y en otro pasaje apuntó: "Hay tal cadencia en los periodos de Cervantes, tal pulcritud en sus palabras que se nos graban sin dificultad y con ellas las escenas que describen, y con éstas lo que las mismas escenas significan".
Y así es la verdad, como lo dijo Montes de Oca en su memorable alocución, según lo podrá comprobar fácilmente quien lea El Quijote.
Juan Antonio García Villa