El eslabón más débil en la cadena de la seguridad es el municipio. Así lo demuestra el hecho de que en la mayoría de los picos de violencia registrados en las diferentes regiones y estados de la República durante los sexenios de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, las policías municipales han estado infiltradas y al servicio del crimen organizado. Casos como los de Iguala en Guerrero y San Fernando en Tamaulipas, o más cercanos como Allende y Torreón, en Coahuila y Gómez Palacio y Lerdo, en Durango, exhibieron con toda sus letras la vulnerabilidad de los cuerpos policiales locales. Y esto sólo por mencionar algunos casos. De igual forma, hoy sobran ejemplos para afirmar que el eslabón más débil en la cadena del ejercicio de los recursos públicos es el estado, lo cual no quiere decir que los otros niveles de gobierno estén exentos de problemas en este rubro.
Hace unos días, el auditor superior de la Federación, Juan Manuel Portal, declaró que los estados enfrentan constantes observaciones en el ejercicio de sus presupuestos como consecuencia de "su indisciplina financiera, el gasto excesivo, el desvío de recursos y la corrupción". Y citó como ejemplo el de Veracruz, en donde el gobierno estatal, hasta la semana pasada presidido por el priista Javier Duarte, presentó observaciones sin solventar hasta por 35,000 millones de pesos. Pero no es el único caso ni el único partido, aunque ciertamente son los gobiernos emanados del PRI los que más denuncias acumulan en su contra.
Desde mediados de la década pasada, los señalamientos relacionados con presuntos actos de corrupción, gastos, deudas, supuestos malos manejos de recursos públicos y acusaciones de colusión con la delincuencia, se han multiplicado en las entidades. Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León, Chihuahua, Sonora, Quintana Roo y el citado Veracruz son los ejemplos más sonados. A la lista se sumó la semana pasada Durango, entidad en la que, coincidentemente, el crimen organizado ha tenido una fuerte presencia y en donde se acaba de destapar que los pasivos del gobierno estatal alcanzan casi 15,000 millones de pesos y no 8,000 millones como se había reportado.
Aunque en este último caso aún hay mucho por investigar y aclarar todavía, los primeros resultados de las auditorías que aplica el nuevo gobierno, primero de alternancia en Durango, apuntan a una serie de desaseos cometidos por exfuncionarios en detrimento del erario. Tal y como ocurrió en Coahuila con Rubén Moreira, la administración de José Rosas Aispuro está considerando aumentar impuestos y costos de servicios el próximo año para hacer frente a los compromisos financieros que por el momento representan la mitad del presupuesto anual.
Difícil no ver en todos estos casos -que no son los únicos, pero sí los que más reflectores han tenido- un problema sistémico, de mayor profundidad y complejidad que el simple "agandalle" de unos cuantos. Y no, no se trata de un asunto cultural, como dice el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, quien parece haber convertido ese argumento en su mejor coartada. Como, según él, la corrupción está en todos lados y no hay quien se salve de ella, entonces nadie puede arrojar la primera piedra. Una posición muy conveniente para intentar descalificar a las críticos.
El problema apunta a una falla de origen del sistema político. Se ha escrito en este mismo espacio en otras ocasiones: ¿por qué quienes gobiernan hacen lo que hacen? La respuesta es simple: porque pueden. Si bien se ha avanzado en la detección de los vicios de las administraciones gracias a los mecanismos de transparencia, éstos siguen siendo insuficientes a la hora de hacerlo de forma más oportuna. Además, la transparencia no es sinónimo de rendición de cuentas. Ahí está el caso de las empresas "fantasma" en Coahuila, por citar un ejemplo, que pudo salir a la luz en buena parte debido a dichos mecanismos de acceso a la información, que no garantizan el esclarecimiento del asunto ni mucho menos la sanción a los responsables.
Incluso cuando los malos manejos salen a la luz y se les coloca la lupa o los reflectores, existe una alta probabilidad de que los escándalos sean utilizados con fines electoreros, como ha ocurrido en más de uno de los casos arriba citados e, incluso, en los que se refieren a la colusión de autoridades con grupos criminales. Y ese manoseo, en vez de contribuir a resarcir el daño a los agraviados, es decir, los ciudadanos contribuyentes, termina por descarrilar cualquier posibilidad de justicia. En el mejor de los casos, se monta un mecanismo de simulación susceptible de ser utilizado para la negociación cuando no para la coerción o la venganza política. Así, la rendición de cuentas se vuelve un hecho casual o selectivo. Pueden hacer lo que hacen porque, más allá del escarnio público, es altamente probable que nada pase. De esta forma, la corrupción se trivializa.
No resulta para nada extraño que en estos días los dirigentes de los principales partidos en México, Enrique Ochoa, del PRI y Ricardo Anaya, del PAN, crucen duras acusaciones y se adentren en una patética carrera por ver cuál de los dos institutos solapa más actos de corrupción. Por lo visto, el eslabón más débil del sistema político mexicano son los partidos. La verdad de fondo es que en los estados no existen los controles adecuados, ni los contrapesos debidos -es decir, los soportados por la ciudadanía-, ni la autonomía debida para las instituciones -donde las hay- que deben ser garantes de la rendición de cuentas. Está más que visto: la sola alternancia, si bien puede ser un paso, no sirve si no está acompañada de un esfuerzo real de transformación del sistema político.
Y, como en todo, hay dos caminos para lograr esto último. Uno, el centralismo burocrático: restar soberanía y autonomía a las entidades federativas a través de superinstituciones supuestamente independientes que vigilen y, en su caso, castiguen el desempeño de los gobiernos estatales. Dos, el federalismo democrático: crear dentro de cada entidad los espacios de contrapeso suficientes e institucionales para que sea la ciudadanía activa la que vigile el proceder de sus gobernantes sin que sea necesaria la intervención de órganos externos, salvo casos excepcionales. El lanzamiento del Sistema Nacional Anticorrupción pretende ser una solución -con todos sus defectos- que apunta a lo primero. ¿Será lo adecuado? ¿Será un paso al futuro o un regreso al pasado? Habrá que ver.
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