El reformismo naufraga en las contrariedades del Estado. Una coalición parlamentaria puede cambiar el texto de la ley. Sabemos que no es fácil conseguir los votos para el acuerdo, pero también sabemos que no es suficiente. Es necesaria otra cosa para que una novedad despegue de la hoja de papel y sea capaz de modificar la realidad. Para llevar la intención a la práctica se requiere un aparato que tiene el permiso de hacer cumplir la ley y es capaz de hacerlo a través de las propias pautas de la ley. A eso llamamos Estado y es la gran carencia de nuestra política. La tragedia histórica de la democracia mexicana es que su máxima hazaña, el pluralismo competitivo, ha sido una desgracia, al no asentarse en la ley, es decir, en el Estado.
Hablamos cotidianamente de la debilidad del Estado mexicano. Lo describimos pobre, frágil, a veces lo pintamos inerme frente a sus enemigos. Tengo la impresión de que esa imagen nos aparta de lo importante. Tal vez sea un error concentrarnos en esa supuesta debilidad. No lo digo para hablar de su corpulencia, sino porque creo que desvía la atención de lo crucial. El problema fundamental del Estado mexicano no es tanto su raquitismo, su impotencia, sino su carácter salvaje, indómito. El Estado mexicano puede ser capaz de imponerse, pero no parece capaz de imponerse legalmente. Al intervenir en el conflicto, no despliega la racionalidad impersonal de las reglas, sino que exhibe, con frecuencia, una ferocidad tan arbitraria como la del delito. La lista de abusos es larguísima. La recomendación reciente de la Comisión de Derechos Humanos lo pinta con todos sus colores: ante la provocación del crimen, el Estado mexicano comete excesos imperdonables. En lugar de actuar para someter a proceso a los sospechosos, procede a la aniquilación del enemigo. En lugar de liberar una carretera del secuestro, incendia el conflicto con asesinatos. Tal parece que la voluntad de ley, la determinación de aplicar el derecho, no tiene más remedio en nuestro país que recurrir a un aparato silvestre que no acata la normas de las que depende su autoridad. Para los propios depositarios del poder público, el Estado mexicano es una bestia ingobernable.
No es que el Estado sea incapaz de recuperar el flujo de avenidas y carreteras. No es que sea tan débil que no puede castigar a quienes infringen la ley y vulneran los derechos de otros. Es que no sabe hacerlo legalmente. Quizá no puede hacerlo siguiendo su código. Es por eso que la intervención del Estado, lejos de ser esa inserción de legalidad capaz de restablecer el orden, suele anticipar arbitrariedades y excesos. Así, la intervención del Estado atiza el conflicto, no lo suaviza. El Estado conspira contra su legitimidad. A pesar de lo que digan los amigos de la mano dura que desprecian los rigores del procedimiento y que se burlan de los Derechos Humanos como coartadas de los criminales, la única manera en que el Estado puede ganar cotidianamente la adhesión de los ciudadanos es a través de su compromiso con los derechos de todos y la canalización de su energía a través de los cauces de la ley.
El Estado no es un qué, es un cómo. No es el aparato que impone la ley, es un aparato que aplica legalmente la ley. Si algo dijo Weber sobre esto es que el Estado no es una bruta supremacía de la fuerza. Es una supremacía consentida. Entre nosotros, no hay otra legitimidad que la de la ley. Cuando el Estado se aparta de sus estatutos, cuando vulnera los derechos de otros (así sean de quienes desafían y combaten al Estado), pierde el permiso que es su título indispensable. No es extraño que el Estado salvaje se paralice tras su intervención. Al enfrentar la crítica de los medios y de cierta opinión pública, al sentir la presión internacional o la denuncia de las instituciones autónomas, el Estado se congela. Mejor dejar pasar la transgresión que empeorar las cosas. Sabiendo que su actuación terminará en abuso y provocará el escándalo se convierte en espectador. El Estado indómito está dispuesto a sacrificar sus apuestas más atrevidas porque es incapaz de defenderlas.