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El eterno dilema

JULIO FAESLER

Pasó ya la Semana Santa y la alarma de la grave contingencia atmosférica que se vivió en la capital de la República.

Para los mexicanos que habitan fuera de esa zona metropolitana, las noticias sobre la contaminación del aire que ahí se respira sirvieron para recordar lo precario que es el entorno físico que a todos rodea. En realidad toda la República Mexicana es rehén de la permanente amenaza a su salud derivada de las alteraciones de todo tipo que han desnaturalizado la tierra que habitamos.

Desde luego que la atmósfera que respiramos es el elemento que de inmediato nos afecta. Hace algunos años, el aire en el Distrito Federal estaba tan densamente afectado que el Palacio Nacional no era visible desde un kilómetro de distancia. Las medidas que se han tomado a lo largo de los años para desalentar la emisión de los vehículos que circulan por la ciudad y el cierre de la refinería de Aztcapozalco han tenido resultados asombrosos en cuanto a transparencia del aire no así, empero, por lo que nos enteramos, en cuanto a partículas dañinas a la salud.

La contaminación atmosférica en las ciudades es apenas una porción de la degradación que envenena el escenario físico que nos rodea ocasionada por la industria que lanza sus desechos al aire, a los ríos y lagunas culpable así de la destrucción de los mismos recursos de los que depende para operar. Es este el caso de las mineras y las plantas químicas aniquilan su entorno. La agricultura que abusa de sustancias químicas en tratamientos en frutas y legumbres para conservar o embellecerlas sigue en rango de responsabilidad.

La relación no acaba aquí. Los aditivos y conservadores que ya son parte de los alimentos industrializados que activamente se promueven a un público consumidor desinformado o negligente es conocido generador de enfermedades.

Las innumerables leyes que se han aprobado en todos los países para frenar la contaminación dependen, empero, para su eficacia de un público concientizado. Faltando éste debe intervenir la acción oficial. Las medidas que el gobierno de la Ciudad de México acaba de imponer para vencer la contaminación, han provocado las esperadas reacciones en su contra.

Ciertamente, las restricciones a la circulación diaria de una apreciable proporción de los millones de vehículos generan incomodidades graves para muchos capitalinos. Es el precio de vivir en un conglomerado tan vasto como de casi 10 millones de habitantes. Los que viven en ciudades de dimensiones comparables en el mundo también se enfrentan a restricciones más sentidas como las inevitables que debemos prever para nuestro propio caso en un futuro no lejano como será la definición de zonas en la ciudad de circulación prohibida o limitada dejándolas como áreas peatonales.

El peligro muy real que anida en las normas que se receten es que sean diseñadas sin tomar en cuenta las circunstancias que de hecho se viven a nivel de las calles. Las prohibiciones insensatas que se castigan con acarreos aun más insensatos al "corralón", especialmente en el ánimo predatorio con que la empresa concesionaria sustituye una función oficial aunado a la completa falta de criterio en los obtusos agentes de tránsito que inventan o exageran las transgresiones con una gran inflexibilidad y, obviamente, con los usuales y consabidos afanes de extorsión.

En todo el mundo lo que caracteriza a las comunidades es su actitud refractaria a todo ordenamiento cívico especialmente los de tránsito. Es de esperarse que ese repudio se endurezca cuando la autoridad no es sincera ni en sus verdaderos propósitos, ni cuidadosa en la estructura de sus disposiciones.

Aparece el eterno dilema. Acatar la ley llena de imperfecciones en espera de que sus autores tengan la suficiente honestidad y fortaleza para imponer leyes y sanciones en favor del medio ambiente, a la vez que se espera que las autoridades tengan suficiente luz, humildad y vocación de servicio buscando siempre servir los intereses de la comunidad, misma que podrá optar con rechazar los nuevos reglamentos y declararse en huelga de cumplimiento.

La disyuntiva es cruel porque supone que a todos, a autoridades y ciudadanos, nos mueve una auténtica concientización sobre los daños irreparables que nuestro egoísmo e irresponsabilidad le estamos infringiendo al planeta.

Todos necesitamos que nos muevan mayores virtudes tanto los que ordenan como los que estamos para obedecer. La gravedad del momento así lo impone. No hay tiempo que perder.

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