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El fin de la conducción

JESÚS SILVA-HERZOG

Era su gran orgullo: un gobierno capaz de conducir el proceso legislativo. Supo romper el veto del Congreso. Se entendió con él. Por primera vez en mucho tiempo, el país se hizo de una alianza política capaz de concretar reformas relevantes. No fueron pocas. Tampoco fueron superficiales. Fueron muchas e importantes. Tocaron tabús. La sintonía entre el gobierno y las fuerzas de su coalición fue notable. No era necesario estar ahí dentro para percatarse de la intensidad y la fluidez de las comunicaciones, de la aparición de una confianza que era desconocida entre nosotros. El entendimiento dio muchos frutos en poco tiempo. Ahí se cimentó la idea de la eficacia del gobierno de Peña Nieto. Habría que advertir que esa eficacia se limitaba al plano legislativo, pero era innegable que la administración sabía negociar con otras fuerzas políticas y producir acuerdos.

La eficacia parlamentaria se cocinó con tres ingredientes. En primer lugar, el gobierno tenía un proyecto. Impulsaba reformas que sentía propias. Se apoyaba, ciertamente en un consenso político muy amplio que iba del centro derecha hasta centro izquierda. Pero el trazo básico correspondía a su diagnóstico y a su estrategia. Defendía una modernidad que dependía del arbitraje del Estado y la apertura de la competencia. Ese binomio puede verse en sus reformas esenciales: educación, energía, telecomunicaciones: fortalecimiento de la plataforma estatal y combate a los monopolios sindicales o empresariales. La apuesta era razonable: con sus iniciativas, el nuevo gobierno priista defendía una idea de futuro que le permitiría romper con la imagen de un partido atado a nuestra prehistoria.

En segundo lugar, el gobierno contaba con el respaldo enfático y compacto de su partido. El presidente contaba con la disciplina del PRI. Se restauraba una lealtad que se había perdido en 1996, cuando el PRI se rebeló contra el presidente Zedillo. Desde entonces, el Ejecutivo negociaba con su partido con mejor o menor suerte. Vicente Fox fue un presidente distante de Acción Nacional; Calderón sometió a su partido, generando visibles inconformidades. Peña Nieto restauró el liderato incuestionable. El PRI volvió a ser un instrumento al servicio del presidente. Los priistas entendieron bien que su suerte estaba ligada al éxito y la popularidad del gobierno.

Finalmente, la eficacia legislativa del gobierno se fundaba en una confianza inusual entre partidos. La elección de 2012 produjo una extraña coincidencia: las oposiciones que flanqueaban al gobierno sentían la necesidad de distanciarse de su rumbo anterior y de sus liderazgos previos. El PAN quería marcar distancia de la camarilla calderonista que tan mal había tratado al partido. El PRD ansiaba separarse de los estilos y el discurso de Andrés Manuel López Obrador. En la mano que les tendía el gobierno vieron la oportunidad, no solamente de participar en reformas importantes, sino también de separarse de su historia reciente. Abrieron así un paréntesis de confianza.

Esa burbuja de eficacia estalló hace tiempo. Sus tres componentes han desaparecido. El gobierno de Peña Nieto no ha tenido rumbo tras el éxito legislativo de sus reformas. No hay ya ambición en su propuesta. Consiguiendo casi todo lo que buscaba en el ámbito legislativo, el gobierno se quedó sin oferta. Si ha defendido verbalmente algunas causas en los meses recientes, es claro que le son ajenas. El combate a la corrupción, por ejemplo, no estuvo nunca en su agenda y es vista (con justificada razón) como una causa hostil. El Sistema Nacional Anticorrupción no fue una idea suya, sino una idea en contra suya. Si no fue capaz de matar esa exigencia, permitió (si no es que alentó) su perversión en detalles cruciales. Bajo niveles históricamente bajos de aprobación popular, Peña Nieto no puede ser visto como activo del PRI. No es extraño que su partido empiece a tomar distancia (incluso públicamente) de sus decisiones. El presidente no solamente enfrenta las antipatías de la opinión y de las oposiciones sino también el alejamiento de sus aliados.

Muy lejos todavía del relevo contemplamos el fin de la conducción. Un gobierno sin idea de futuro, cada vez más aislado y débil.

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